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Actualizado: 14 de mayo de 2025


Sólo el recuerdo, no fácilmente borrable, de Patricio Rigüelta, puede perjudicar al malvado de esta otra novela, el don Sotero, abominable tartuffe, en cuya negra alma no ha temido penetrar y ahondar hasta con encarnizamiento el señor Pereda, como si quisiera dar hermosa muestra de que lo extremado de su ultramontanismo no corta las alas a su ingenio ni le hace ñoño o meticuloso.

Dos kilos y medio, señora. Sotero Rico me lo dio de lo superior. ¿Y postres, bebidas?... Hasta Champaña de la Viuda. Son el diantre los curas, y de nada se privan... Pero vámonos adentro, que es muy tarde, y estará la señora desfallecida. Lo estaba; pero... no : parece que me he comido todo eso de que has hablado... En fin, dame de almorzar.

Hasta puede añadirse que ha recargado las tintas más de lo que suele, y ha hecho contra su costumbre, y quizá contra la conveniencia artística, un carácter de una sola pieza, porque entes tan completa y absolutamente perversos como don Sotero, sin ninguna cualidad buena ni vislumbre de ella, son, por dicha, rarísimos, y aun pueden tenerse por aberraciones de la humana naturaleza.

Y puesto ya a citar bellezas de pormenor, no olvidaré el paso de la hoz, donde el diálogo supera a la descripción, con ser la descripción tan buena; y los capítulos de presentación de los diversos personajes, especialmente aquel en que se describe la casa y modo de vivir de los Peñarrubias; el maquiavélico diálogo en que don Sotero va persuadiendo a su sobrino a que intente la deshonra de Águeda, y, finalmente, cuanto dice y hace Macabeo, a quien mi amigo Clarín ha llegado a comparar nada menos que con el Renzo manzoniano.

Palabra del Dia

primorosos

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