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Avanzaba pesadamente, con fatigoso cabeceo, como movido por las olas de un mar irritado. La multitud lanzó un rugido. La música rompió a tocar. ¡Vítol el pare San Bernat! Pero la música y las aclamaciones quedaron ahogadas por un estrépito horripilante, como si la isla se abriera en mil pedazos, arrastrando la ciudad al centro de la tierra. La plaza se llenó de relámpagos.

Pero a las vacas falta evidentemente la decisión masculina de permitir en la piel sangrientos rasguños, y apenas introducían el cuello, lo retiraban presto con mareante cabeceo. Los caballos miraban siempre. No pasan, observó el malacara. El toro pasó, repuso el alazán. Come mucho.

Silbaban y aplaudían viendo el cabeceo de los santos, mientras algunas mujeres, con arrojo de mártires, insultaban á los impíos, amenazándoles con las manos crispadas.

Como la noche era tan larga y yo sabía bien lo interminable que le parecía a mi pobre tío la parte de ella que se destina por las gentes que tienen buena salud al reposo en la cama, procuré que nos acostáramos lo más tarde posible, después de haber cenado los tres sirvientes y recogídose la vasija, y vuelto todos a arrimarse a la lumbre, y probado yo, con poca fortuna, sacar a Tona de la esclavitud de una modorra que la tenía en continuo cabeceo, y a Chisco de su impasibilidad sospechosa.

El cabeceo suave de proa a popa, al que se habían acostumbrado todos y que pasaba inadvertido, como un movimiento necesario para la vida igual al de la respiración, se hizo por instantes más violento. El sol descendente estaba velado por una barrera de vapores; la luz era grisácea, lo mismo que la de una tarde invernal; el mar, azul obscuro, se plegaba en largas ondulaciones.

Se despegó el vaporcito, alejándose con violento y grotesco cabeceo, semejante a los traspiés de un beodo. El Goethe, con el práctico en el puente, aceleró su marcha, poniendo la proa rectamente a Montevideo. Empezaron a surgir rosarios de luces entre las masas de sombra de la costa.

Además, el buque pasaba muy lejos... Volvían al fumadero a continuar sus partidas de poker, o formaban en la cubierta los corrillos habituales, hablando tendidos en el sillón, hasta que el cabeceo de la somnolencia les hacía levantarse titubeantes, camino del camarote, para continuar la siesta.

La dama contemplaba sus sombras confundidas avanzando sobre la mágica luz de la pradera, con el cabeceo de una lenta marcha. Parece que vivimos en otro mundo murmuró , un mundo de leyenda: algo así como las praderas que se ven en los tapices. Una escena de libros de caballerías: el paladín y la amazona que viajan juntos con la lanza al hombro, enamorados y en busca de aventuras y peligros.