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Todo esto había sido adquirido por Joaquín, que se reía mucho contemplando al fraile embobado junto a la muchacha, o al capuchino beodo. Pero a Isidora no le hacían maldita gracia los cromos frailescos.

Y todos apuramos de un sorbo su contenido. Sandy estaba beodo. Bajo una mata de azalea encontrábase en el suelo, tendido, casi en la misma actitud en que había caído hacía algunas horas. El tiempo transcurrido desde que se tendió allí no lo sabía ni le importaba, y cuánto tiempo continuaría allí tendido era para él cosa que igualmente le tenía sin cuidado.

El estudiantillo avispado dijo: Murmullos de aprobación. Y a todo esto, Belarmino sin entrar en situación, ausente en remotos limbos del pensamiento. Una voz metálica, ronquecina, nasal, gangosa, de beodo o de fonógrafo, rompió a decir: «Está el que come ante el Diccionario, en el tole tole, hasta el tas, tas, tas

Se despegó el vaporcito, alejándose con violento y grotesco cabeceo, semejante a los traspiés de un beodo. El Goethe, con el práctico en el puente, aceleró su marcha, poniendo la proa rectamente a Montevideo. Empezaron a surgir rosarios de luces entre las masas de sombra de la costa.

Las dos puntitas rojas que tiene en el codo de las alas parecen los símbolos de una condecoración. Lástima que toda esta gracia y toda esta elegancia las eche a perder cuando vuela y cuando chilla. Su vuelo es tardo, desigual, como de beodo en los aires; su chillido es inarmónico, estridente. Posado y andando, en cambio, tiene una finura y una delicadeza encantadoras.

Baudelaire escribió: «Cuidad de estar siempre ebrio de amor, de virtud o de vino». El reloj del poeta marcaba siempre la hora de la embriaguez. Sin embargo, Baudelaire no fué un beodo cotidiano a la manera de Verlaine.

Me entré de rondón a mi estancia, pero el cuerpo me siguió con un rumor sordo e interrumpido; una vez dentro los dos, su aliento desigual y sus movimientos violentos, apagaron la luz; una bocanada de aire colada por la puerta al abrir, me cerró la de mi habitación, y quedamos dentro casi a obscuras yo y mi criado, es decir, la verdad y Fígaro, aquélla en figura de hombre beodo arrimado a los pies de mi cama para no vacilar, y yo a su cabecera, buscando un fósforo que nos iluminase.

Marchaba tambaleándose como un beodo. El color subido de sus mejillas era tan característico, que en Lancia, donde pocas personas se escapaban sin apodo, lo designaron al poco tiempo de llegar con el de Granate. Enmedio de su miseria le gustaba dar en rostro con las riquezas que poseía. Edificó una casa suntuosísima; trajo mármol de Carrara, decoradores de Barcelona, muebles de París, etc.

Salí de aquel consultorio como un hombre beodo. He dicho que muchas veces había deseado la muerte, y sin embargo, aquel día amaba yo la vida, a pesar de mis horribles sufrimientos. Embargada mi mente, como debe suponerse, caminé hacia mi casa por calles apartadas, temeroso de encontrar alguna persona conocida.

Su cabeza, tan erguida siempre, se doblaba bajo el peso del tedio o la preocupación; su talle flexible, ondulante, se movía sin compás girando a un lado y a otro como el cuerpo de un beodo; arrastraba los ojos por el suelo, aquellos hermosos ojos africanos que eran el más preciado ornamento de la noble ciudad de Lancia, y por su frente pálida cruzaba una arruga bien profunda, signo de pensamiento fijo y doloroso. ¡Cuánto le había atormentado desde hacía dos meses!