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Hablaba hasta por los codos, y siempre eran las desdichas ajenas las que le arrancaban los mayores lamentos. A Pito Salces se le hallaba indefectiblemente a los alcances del roce con Tona en sus manipuleos de cocinera diligente: hacia el rabo de la sartén, por ejemplo, y en los linderos del camino más trillado entre el fogón y la alacena del aceite y las especias.

Llegaron a esto las dos criadas, que también habían oído los golpes, y, por ver a su amo desde la puerta, me dijo Facia al oído: ¡Lo mesmu que la otra vez! Volvióse Tona volando hacia la cocina a cumplir un mandato de su madre, y se quedó ésta conmigo en el cuarto del enfermo.

En un momento en que me hallé a solas con mi tío, antes de recogerme aquella noche, le hablé del suceso. De pronto me pareció algo picado de la curiosidad; pero enseguida cambió de aspecto, se encogió de hombros y me dijo: Está mema la infeliz. Cosas de ella. Siempre es por ese arte. También se me había antojado que Chisco miraba a Tona con muy buenos ojos.

Con este saber y el del vivir de nusotras dos, traía el indino de él ajustá la cuenta, año por año y día por día, del montante del agorro que yo debía guardar, y guardaba en verdá de Dios, como oro en paño, pa el mejor acomodo de mi Tona el día de mañana.

Todo el interés de este juego dependía del calor con que le tomara Chisco. Pito Salces era un brasero que se consumía por Tona: eso saltaba a la vista; y como también era medio pieza doméstica en la casona de mi tío, amén de noblote de alma y muy arrimado al trabajo, a poco que Tona hiciera por , el resultado no era dudoso. Facia. ¡Esta que me daba que pensar cuanto más reparaba en ella!

Esto ocurría en el instante en que Chisco, por mandato de Tona, se acercaba a la pared que yo había tenido enfrente, a la cual estaba adaptado un tablero, soltaba la taravilla que le sujetaba por arriba, le hacía girar sobre el eje que tenía en el lado de abajo, y le dejaba en posición horizontal sostenido por un tentemozo.

Legaba el testador a la primera, amén de las fincas que había tenido en renta cuando se casó, seis onzas de oro; otras seis a Tona, y a Chisco doce. Después de la lectura de cada cláusula, miraba yo un instante al correspondiente legatario.

El aya seguía repitiendo de rato en rato: Pero, ¿qué es esto? ¡Cuánta gentuza! ¿A qué hemos venido? Paz, sin oírla, permanecía inmóvil con la mirada fija en la puerta de la casa. En la esquina tres chicos jugaban a la toña; pero, como excepto ellos casi nadie había por allí, era seguro que, si Pepe salía o entraba, le vería sin dificultad.

Negábase el Cura a ello de todas veras; pero a fuerza de insistir mi tío y de empeñarme yo también, aceptó al cabo. ¿Lo has oído, Tona?... Pues llévale el cuento a Facia para que ponga dos platos más en la mesa, y añade lo que falte, si es que falta algo en la cocina.

Era además muy amigo de éste, y a los dos les supieron a gloria el licor de mi frasquete y los cigarros de mi petaca en cuanto los cataron. Se estremeció al verme de improviso junto a ella, y me pidió perdón por haberme tomado por... No me dijo por qué ni por quién; pero rompió a llorar y huyó a ocultarse en el cuarto frontero a la puerta de la escalera, el cual habitaban ella y Tona.