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Actualizado: 31 de mayo de 2025
Yo mismo conduje a la cocina a don Pedro Nolasco, que se dejaba traer y llevar como un niño atolondrado, y le senté en el sillón de mi tío, dejándole al cuidado de Tona y de Chisco, que andaba por allí entonces, con encargo de que le entretuvieran y animaran... y le dieran de comer cuanto pidiera, si lo pedía. Yo volvería por allí muy a menudo, y las señoras lo harían también de vez en cuando.
A poco de verse abandonada, triste y arrepentida la desventurada Facia, recogióla otra vez don Celso por caridad de Dios; y por caridad de Dios también no la dijo una palabra desde entonces que se refiera de cerca ni de lejos a su locura ni a su desgracia; y a su lado fue creciendo la niña Tona, ignorando los verdaderos motivos de las tristezas y amarguras de su madre, y viviendo en la creencia de que su padre había sido un hombre de bien que, como otros muchos, se había marchado a «la otra banda» para mejorar la fortuna, y que allí había muerto sin conseguirlo, al cabo de los años.
Se calentó la cama de Chisco, se le despojó de sus ropas húmedas, se le dieron unas fricciones de aguardiente; y en la cama seguía reposando al referir Neluco en la cocina estos sucesos que más de una vez empañaron los ojos de Facia, e hicieron estremecerse de pavor y de entusiasmo a su hija Tona, mientras a mi tío le temblaba la barbilla y le chispeaban los ojuelos clavados en los del narrador.
Como las tales cosas no ofrecían aspecto nuevo ni muy alarmante, se despidió de mi tío, y de los que con él nos quedábamos en la casona, y se fue con los últimos tertulianos, uno de los cuales era Pito, que tropezaba con gentes, bancos, puertas y tabiques, de puro aceleradote y desatinado que le habían puesto las alabanzas y los arrumacos de Tona.
Ni había vuelto Chisco, ni por allí había pasado alma viviente que diera cuenta de él ni de los otros. Y a todo esto, mi tío echándole ya en falta y Facia y Tona y yo viéndonos negros para ocultarle la verdad de lo que ocurría, y la nieve espesando, y avanzando las tinieblas de la noche... ¡Dios eterno, qué anhelación la mía!
También concurrió Pito Salces, que se quedó como sin pulsos cuando Tona, con la faz inundada de sonrisas y los ojos de dulzuras, le ponderó la hazaña de la víspera y le declaró sin remilgos que «de ese aquél y de esos prontos le gustaban a ella los hombres». ¡Puches, cómo se puso enseguida el mozallón con la alabanza!
Tona respondió que sobraba con lo que había arrimado a la lumbre, siempre que cada cual comiera «como Dios mandaba»; y mi tío, mientras el hombrón recibía con carraspeos la condicional que la sirviente había echado hacia allá con los ojos, dio por rematada la historia y mandó que se tratara de otra más divertida.
En vista de ello, despedíme hasta el mediodía, y me volví a mi cuarto donde me aguardaba Chisco... y el café caliente, con tostadas, que por encargo del mozón me había preparado Tona... En fin, que media hora después estábamos Chisco y yo, armados hasta los dientes, en el portal, donde Pito Salces, con su espingarda al hombro y una perruca faldera al lado, entretenía sus impaciencias oliscando a Tona en sus trajines de arriba.
Se le sentían los ímpetus de su amor corriéndole hasta por los brazos inconmensurables, como el agua de lluvia por las mangas de un tejado; reviraba los ojos hacia Tona, y se devanaba a sí propio, como en un ovillo, cuando la jampuda moza se acurrucaba delante de él o le tocaba al pasar hacia la alacena.
Tona, después de vestirme yo tiritando de frío y sin conciencia cabal de lo que hacía, me sirvió un canjilón de café que acabó de espabilarme; y cuando bajé al portal, vislumbré, a la opaca luz de un farol que tenía Chisco en la mano, la negra silueta de don Sabas, a caballo en su jaquita rucia, que no me era desconocida, así como el espelurciado jamelgo que casi me metió el espolique entre las piernas para abreviarme la operación de montar en él.
Palabra del Dia
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