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Actualizado: 29 de junio de 2025
No hay para qué decir que Celso odiaba de muerte los puches de harina de maíz, el pote de nabos, las castañas, y en general todos los alimentos de la tierra, que consideraba harto groseros para su paladar meridional.
Vio el mozón, como yo lo esperaba, el cielo abierto, porque comer con Chisco era comer con Tona. ¡Puches, qué doble panzada se dio! Yo, que asistí al final de la comida, añadí con gustosa aquiescencia de mi tío, al surplús con que ya se había obsequiado a los comensales, en honor del nuevo, una botella del más rancio «tostadillo» lebaniego que se guardaba en la bodega de la casona.
Quitóse los barajones en un periquete; los arrojó a un lado, enderezóse y dijo: Los rayos, ¡puches!, son pa cuando truena, y las oraciones, señor don Sabas, pa cuando se nesecitan como ahora mesmu.
Vamos, ¡puches!, que si no se salía con la suya, no sabía lo que sería de él». Ella, hasta la presente, no le había dicho que no... ni tampoco que sí; verdad que él, por su parte, no había sido todo lo claro que debía de ser... «¡Puches, lo que le encogía el respeto en cuanto se veía a la vera de ella!
El más alto goce que Demetria experimentaba era cuando el tío Goro se decidía á pernoctar en la cabaña. ¡Un día más! Aquello de dormir vestida entre la yerba, porque allí no tenían camas, y de cocer las judías y sazonarlas y batir los puches ó picar la sopa, causaba á la doncellita una felicidad inexplicable.
Hasta la misma Facia era muy otra de lo que fue: comenzaba a nutrirse y a sonreír, y dormía sin sobresaltos... Sólo Pito Salces andaba amurriadón y caviloso, y yo no podía consentirlo, por lo mismo que me creía capaz de remediarlo. ¿Por qué no echas «eso» a un lado de una vez? le dije un día. Como no está en mí la para... me respondió mirándose las uñas de una mano . ¡Qué más quisiera yo, puches!
Al entrar pisó al gato, que escapó mayando, y luego, a causa de la oscuridad de los destartalados pasillos, tropezó con Doña María del Sagrario, que al choque dejó caer de las manos un enormísimo plato de puches. Puso el grito en el cielo la señora, y al ruido alarmose tanto D. Felicísimo, que se aventuró a salir de su nicho preguntando si había entrado en la casa un tropel de cristinos.
Dijo que quedaban otros dos como él, y se volvió a buscarlos, después de arrojar el que traía contra un lastrón del suelo, y de entregar a Chisco lo que quedaba de la perruca para que viéramos, él y yo, si aquello tenía compostura por algún lado. ¡Puches, cómo le afligía aquella desgracia!
Iba a hacer lo mismo con la perruca, después de asegurar a Pito que «aqueyu» no tenía costura ni remedio posible, porque había quedado «vacía por aentru», como a la vista estaba; pero Pito quiso dar mejor destino que el de los oseznos al cadáver del pobre animalejo, tan inicuamente sacrificado, y propuso que le enterráramos en la sierra; y a ello asentimos de buena gana Chisco y yo. ¡Puches, cómo amargaba a Pito aquella pesadumbre el placer de la victoria!
El dolor, la consternación de aquellas generosas y honradas gentes, no son para pintados. En esto se oye un grito de Pito Salces, y estas palabras que volvieron la vida a todos: ¡Aquí está, puches! o yo no tengo ojos en la cara.
Palabra del Dia
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