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Actualizado: 5 de junio de 2025


Lo que hizo Chorcos enseguida con su irreflexión de siempre; llamar a Canelo y meterse con él en la cueva desalojada por la osa. ¡Puches! había que acabar igualmente con las crías... y saber lo que había sido de la perruca, que ni salía ni «agullaba...» Bueno estaba de entender el caso; pero había que verlo, ¡puches!

Dijo que quedaban otros dos como él, y se volvió a buscarlos, después de arrojar el que traía contra un lastrón del suelo, y de entregar a Chisco lo que quedaba de la perruca para que viéramos, él y yo, si aquello tenía compostura por algún lado. ¡Puches, cómo le afligía aquella desgracia!

Iba a hacer lo mismo con la perruca, después de asegurar a Pito que «aqueyu» no tenía costura ni remedio posible, porque había quedado «vacía por aentru», como a la vista estaba; pero Pito quiso dar mejor destino que el de los oseznos al cadáver del pobre animalejo, tan inicuamente sacrificado, y propuso que le enterráramos en la sierra; y a ello asentimos de buena gana Chisco y yo. ¡Puches, cómo amargaba a Pito aquella pesadumbre el placer de la victoria!

Cerca, muy cerca ya del peñasco, el Canelo arrastraba materialmente a Chisco, que tiraba de él con todas sus fuerzas en sentido contrario, y ni amordazándole con una mano podía hacerle callar. La perruca faldera latía y vociferaba también, a su modo, y zarandeaba el cordel que la sujetaba a la manaza de Pito; pero temblaba mucho... aunque no tanto como yo.

Por mucha prisa que se dio Chisco en seguir a su camarada para acompañarle, no habiendo podido contenerle con razonamientos, cuando llegó al boquerón ya volvía Pito con la perruca faldera abierta en canal en una mano, en la otra un osezno como un botijo, y la escopeta debajo del brazo.

Duraron muy pocos instantes estas vacilaciones mías; y cerrando los ojos de la inteligencia a todo razonamiento de sentido común, es decir, bajándome al nivel de aquellos dos bárbaros, avancé resuelto por la cornisa y llegué a la boca de la cueva, dentro de la cual latían desesperadamente los dos perros, y me hallé a Chisco y a su camarada disponiendo el plan de ataque. La cueva, como ya sabía yo por referencias de los dos mozos que la conocían muy bien, tenía dos senos: el primero, a la entrada, era espacioso y no muy alto de bóveda, con el suelo bastante más bajo que el umbral de la puerta, muy escabroso y en declive muy pronunciado hacia el muro del fondo, en el cual se veía la boca del otro seno o gabinete de aquel salón de recibir. Olía allí a sótano y a musgo y a perrera... y a hombres escabechados. No tenía ya duda para Chisco que era «la señora», es decir, la osa, lo que rezongaba en el fondo del antro invisible, respondiendo al latir desesperado de los perros; y la señora con su prole, porque sin este cuidado amoroso, ya hubiera salido al estrado para hacemos los honores de la casa. En este convencimiento, se trató en breves palabras, casi por señas, porque no había instante que perder, de si sería más conveniente soltar la perruca que el sabueso; y acordado lo primero, el bárbaro de Pito, sin oír otras razones, se fue hasta la boca del antro en el cual metió la cabeza al mismo tiempo que a la perruca.

Por aquella cornisa, que corría hasta perderse en el carrascal del otro lado de la cueva, vi pasar a Chisco y a su perro, a Pito Salces detrás de su perruca faldera, y cómo iban desapareciendo, uno a uno, en el antro tenebroso los hombres y los animales, después de muy leves precauciones del mozón de Robacío.

Chisco, sin decir una palabra, ató el Canelo con un cordel que llevaba liado a la cintura, y mandó a Chorcos que hiciera otro tanto con la perruca, antojándoseme a que había leído en la actitud sobresaltada de aquellos nobles animales, la confirmación de los supuestos de Pito, al cual advirtió, con la amenaza de amarrarle a él también si no tomaba en serio la advertencia, que no hiciera cosa alguna sin que se la mandaran hacer.

Y como nada quedaba que hacer allí por entonces para nosotros, salimos de la caverna y aspiré, con ansias de cautivo de mazmorra, el aire libre de las tierras soleadas. Sepultamos la perruca en un hoyo abierto a punta de cuchillo a la sombra de un matojo de la sierra; y, sin movernos de allí, apuramos más de la mitad del contenido de mi frasquete.

En vista de ello, despedíme hasta el mediodía, y me volví a mi cuarto donde me aguardaba Chisco... y el café caliente, con tostadas, que por encargo del mozón me había preparado Tona... En fin, que media hora después estábamos Chisco y yo, armados hasta los dientes, en el portal, donde Pito Salces, con su espingarda al hombro y una perruca faldera al lado, entretenía sus impaciencias oliscando a Tona en sus trajines de arriba.

Palabra del Dia

rigoleto

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