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Actualizado: 4 de junio de 2025


No se podía ya con aquel bárbaro, que no cesaba de rogarme, con la cabeza gacha, los ojos cerrados y sobándose las manos, que acabara de dar licencia a la mozona para «echar aqueyu a un lau, cuanti más antes». Enseguida abordé a Chisco, le conté el caso y le dije: Y ¿te resuelves o no te resuelves a lo mismo?

Enseguida, vuelta a repetirme la hija lo que ya me había dicho, y también la madre, y también el Cura y don Pedro Nolasco y cuantas personas habían hecho en Tablanca conversación conmigo: que «aqueyu» no era Madrid; que se me vendrían los montes encima, y que avezado a tratar con señorones mundanos, y puede que con marqueses y con príncipes, los aldeanos de Tablanca habían de parecerme «jabatus», pero que si miraba bien por las dos caras uno y otro... ¡ay, y cómo se alegrarían ellas y todos los allí presentes y los vecinos del valle de punta a cabo, y hasta las estrellitas del cielo, de que viera yo las cosas como podían y debían de verse!

Iba a hacer lo mismo con la perruca, después de asegurar a Pito que «aqueyu» no tenía costura ni remedio posible, porque había quedado «vacía por aentru», como a la vista estaba; pero Pito quiso dar mejor destino que el de los oseznos al cadáver del pobre animalejo, tan inicuamente sacrificado, y propuso que le enterráramos en la sierra; y a ello asentimos de buena gana Chisco y yo. ¡Puches, cómo amargaba a Pito aquella pesadumbre el placer de la victoria!

Terminó la escena porque se movió gente en los pasadizos inmediatos y entró en la cocina una mujer de cierta edad, gris de pelo y gris también de envolturas de pies a cabeza, y con un farol en la mano, para decirnos con voz algo hombruna: Aqueyu ya está ayí. Y como «aqueyu» era mi equipaje, y «ayí» mi habitación.

Palabra del Dia

irrascible

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