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Duraron muy pocos instantes estas vacilaciones mías; y cerrando los ojos de la inteligencia a todo razonamiento de sentido común, es decir, bajándome al nivel de aquellos dos bárbaros, avancé resuelto por la cornisa y llegué a la boca de la cueva, dentro de la cual latían desesperadamente los dos perros, y me hallé a Chisco y a su camarada disponiendo el plan de ataque. La cueva, como ya sabía yo por referencias de los dos mozos que la conocían muy bien, tenía dos senos: el primero, a la entrada, era espacioso y no muy alto de bóveda, con el suelo bastante más bajo que el umbral de la puerta, muy escabroso y en declive muy pronunciado hacia el muro del fondo, en el cual se veía la boca del otro seno o gabinete de aquel salón de recibir. Olía allí a sótano y a musgo y a perrera... y a hombres escabechados. No tenía ya duda para Chisco que era «la señora», es decir, la osa, lo que rezongaba en el fondo del antro invisible, respondiendo al latir desesperado de los perros; y la señora con su prole, porque sin este cuidado amoroso, ya hubiera salido al estrado para hacemos los honores de la casa. En este convencimiento, se trató en breves palabras, casi por señas, porque no había instante que perder, de si sería más conveniente soltar la perruca que el sabueso; y acordado lo primero, el bárbaro de Pito, sin oír otras razones, se fue hasta la boca del antro en el cual metió la cabeza al mismo tiempo que a la perruca.

Al contrario repuse yo : te sentaba admirablemente, estabas guapísima. ¡Chitón! Déjame concluir. Después que me vi en la vidriera me animé un poquirritillo. Fui otra vez a la capilla y allí me abrazaron todas mis amigas. ¡Ay hijo, entonces comencé a soltar lágrimas a chorro! ¡Me dio una perrera, que pensé liquidarme! Pero, como era una chiquilla, pasó al instante de la tristeza a la alegría.

La madre, que estaba acostumbrada a los furores de Juanita, no había tenido muy dolorosa inquietud al verla furiosa; pero como Juanita era muy dura para llorar, y como su madre no le había visto verter una sola lágrima desde que ella tomaba, cuando niña, alguna que otra perrera, su llanto de entonces conmovió y afligió sobre manera a Juana.

«Tendré que ir yo... ¡Ay, qué mujer!... ¡qué guerra nos da! dijo la Superiora... . ¿Dónde está Sor Marcela? Que traiga la llave de la perrera. Hoy tendremos chínchirri-máncharras... Está más tocada que nunca. Dios nos paciencia. ¡Y Sor Facunda que me ha dicho ahora mismo indicó Sor Antonia con franca risa y bizcando más los ojos , que Mauricia había visto a la Virgen!

Contentóse al fin con mandar al Polión a la perrera, y saludar al magnate con un poco de frialdad. La antipatía, sofocada un instante, volvió a despertar con más fuerza. La amistad, las atenciones del Duque con su esposa, comenzaron, no ya a chocarle como antes, sino a herirle. No se le pasaba por la imaginación que tuviesen más carácter que el de finezas o galanterías usadas en la alta sociedad.

Intento entonces marcharme más que a paso y llevarme a la señorita; pero, que si quieres; ya se había echado a correr sin volver la cabeza y estaba en la perrera, porque no merece otro nombre el agujero en que vive esa mujer con sus crías.

Sólo entonces consienten en irse a la perrera, y allí, mientras lamen su cazuela de sopa, refieren a sus compañeros de la granja lo que han hecho en lo alto de la montaña: un paisaje tétrico donde hay lobos y grandes plantas digitales purpúreas coronadas de fresco rocío hasta el borde de sus corolas.

Es preciso ajustarle bien las cuentas...». La cojita se presentó otra vez en el corrillo mostrando la enorme llave de la perrera; la esgrimía como si fuera una pistola, con amenaza homicida. Realmente estaba furiosa, y el topetazo de su pie duro sobre el suelo tenía una violencia y sonoridad excepcionales. En esto llegó Fortunata trayendo una botella, que al punto le arrebató Sor Marcela.

Y al decirlo, sus miradas chocaron con las de Sor Facunda, que se acercaba con semblante extraordinariamente afligido. «¿Pero no ha consultado usted este caso con el señor capellánle dijo. replicó Sor Natividad con un poco de humorismo , y el capellán me ha dicho que la meta en la perrera.

Soltó Chisco el Canelo que ya latía en su perrera, oliéndose lo que se estaba fraguando entre nosotros, y me mostró su regocijo, al verse libre, poniéndome las manos sobre el pecho... y a riesgo de perder el equilibrio con la fuerza de sus cariñosas demostraciones.