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Quien de lejos divisara aquella pareja, mancebo galán y lozana doncellita, departiendo solos en la vega frondosa, tomáralos, a buen seguro, por enamorados novios; y no creyera que hablaban de dolor y muerte, sino de amor, que es la vida misma.

Quince días en el campo y se pondrá la señorita tan gorda que habrá que enviar todos los trajes a la modista. ¡Más, más...! Me convendría tal vez pasar todo el invierno aquí. La doncellita se puso seria. ¡El invierno! ¡Alegre humor echaría su novio el encargado de la tienda de ultramarinos de la calle de Olózaga si tardase más de quince días en volver a Madrid! Esta parecía no escucharla.

Se miró prolongadamente en la luna y murmuró como si hablase consigo misma: ¡De todos modos me encuentro bien cambiada, bien decaída, bien fea! ¿Cómo fea? La doncellita protestó con todas sus fuerzas de aquella monstruosa aserción. Jamás había estado tan hermosa la señorita. Parece mentira prosiguió ésta que una fiebrecilla gástrica me haya arruinado tanto.

Mas antes de que la doncellita contestase se abrió la puerta de un pequeño gabinete, también lleno de trastos a medio colocar, y apareció una mujer como de veinticinco a treinta años de singular gentileza, que arrojándose en brazos del anciano rompió a llorar amarga y calladamente.

, el Escorial me ha probado siempre bien repuso la señora sin apartar su mirada distraída del horizonte. ¿Por qué no viene más a menudo? se atrevió a preguntar la mimada doncellita. Elena no contestó. Al cabo de un rato apartó los ojos del paisaje y los volvió al armario de espejo que tenía delante.

El carácter zalamero y adulador de la doncellita había ganado su corazón de tal manera, que con él, sin saberlo ella misma, le había entregado la voluntad. Estefanía era de hecho quien mandaba en la casa, pues que mandaba en la señora. El criado que no entraba en su gracia, podía prepararse a salir en plazo más o menos corto.

Hizo un esfuerzo sobre misma para pensar en otra cosa. Mirando a su doncella en el espejo observó que estaba densamente pálida. Volvióse para mejor cerciorarse, y le dijo: ¿Te sientes mal, chica? Estás muy pálida. , señora manifestó la doncellita algo confusa. ¿Las náuseas de otras veces? Creo que . Pues, anda, vete y que suba Concha. ¡Es raro!

El cocinero, con la cara encendida y todo el cuerpo tembloroso, permaneció unos segundos inmóvil. Después, antes de retirarse, dirigió una larga mirada iracunda a la doncellita, que seguía con los ojos en el suelo con expresión hipócrita donde se traslucía el triunfo del amor propio. ¡Chismosa! le vomitó al rostro más que le dijo.

Y no una señora curtida en achaque de aventuras, ni una doncellita boba temible por su misma ingenuidad, ni una astuta sabedora de todas las bajezas que el hombre es capaz de cometer antes, y de las infamias que hace después, nada de esto, sino que se trataba de una mujer incauta, inexperta, gozada y abandonada. Cierto que la dejó, pero sin escarnecerla ni despreciarla.

Clementina, odiándola en el fondo del alma, le guardaba más consideraciones que a ninguna de sus amigas. La alta nobleza de su título, su carácter severo, y hasta su fanatismo la hacían respetada en los salones, a los cuales prestaba realce su presencia. Subió a su cuarto seguida de Estefanía, aquella doncellita tan enemiga del cocinero. Estrenaba un magnífico traje color crema, descotado.