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Actualizado: 31 de mayo de 2025


Procuré ver las cartas asomándome por encima de los hombros, y lo primero que observé, ¡caso chistoso!, fue al famoso Llagostera, mi compañero de fonda, aquel catalán eterno detractor de la holgazanería andaluza, con la baraja entre las manos tirando un entrés. Si hubiera visto al arzobispo en persona en aquella forma, no me hubiese sorprendido más.

Pues además de la supremacía de Barcelona sobre todas las cosas creadas, Llagostera tenía otra aún mucho más notable especialidad, y era la de haber estado en todos los sitios que se mencionaban en la conversación, haber presenciado todos los sucesos notables e intervenido casi siempre en ellos directa o indirectamente.

El comandante y los demás comensales eran de buena pasta y respondían sin incomodarse pizca a estas bromitas. Llagostera pensaba que eran la flor y la suprema expresión del humorismo y la sal ática. Por supuesto que, al cabo de algunos dimes y diretes, salía siempre con las manos en la cabeza. Oiga, comandante: no habrán dajado de mandar a la asposisión una buena partida de naranjas y melones...

No se cansaba jamás Llagostera de enumerar las ventajas positivas de Barcelona sobre Sevilla, y sobre el resto del mundo. Además, lo que le ponía fuera de si era la holgazanería de los andaluces. No hay una mala fábrica. A las cuatro de la tarde ¿sabe? los hombres astán santados a la puerta de casa tocando la guitarra.

Saqué un duro del bolsillo y, tirándolo sobre la mesa, dije: «Ese duro al cinco, señor LlagosteraLevantó la cabeza, y al verme se inmutó ligeramente; pero, reponiéndose en seguida, me saludó con la mayor desvergüenza: «Buenas noches, compañeroCuando le conté la aventura a Villa, se tiraba en la cama de risa.

Melones, no respondió Villa. Con los catalanes no hay competencia en ese ramo. Los demás reían y Llagostera se amoscaba inmediatamente, y principiaba a poner a la Andalucía y a los andaluces como hoja de perejil. Aquí no hay formalitat, ¿sabe? Busté va, pongo por caso, a un café y pide media copa de cognac, y le cobran treinta santimos.

El catalán sonreía de un modo beatífico, acabando de decir esto. Un silencio lúgubre siguió a sus palabras. Quién más, quién menos, todos estábamos irritados de tal desvergüenza, y teníamos los ojos puestos en el plato. Al cabo de algunos segundos, Cueto levantó la cabeza, y encarándose con él, le preguntó con impertinencia: Oiga usté, señor Llagostera, ¿su padre de usté era de Cabra?

Luego, a la hora del almuerzo, comenzó a cantar las excelencias del trabajo, llamando a cada paso en su apoyo al catalán: «¿Verdad, señor Llagostera, que no hay otra fuente de riqueza? al mismo tiempo hacía con disimulo el ademán de tirar de una carta . ¿Verdad, señor Llagostera, que el único medio de prosperar las naciones y los individuos es el trabajo honrado? ¿Eh? ¿El trabajo decente? la misma a mueca . Yo no conozco más que a los catalanes que sepan tirar..., tirar bien del carro de la riqueza, ¿eh? tirando de la carta imaginaria . ¡Oh, si los andaluces tirásemos tan bien!...» Los comensales no podíamos reprimir la risa.

Otro de los comensales era un señor de patillas blancas, rostro atezado y expresivo, que me dijeron era alcalde de uno de los pueblos de la provincia, no recuerdo cuál: se llamaba Cueto. Otro un jovencito rubio, estudiante de Derecho. Otro, por fin, un catalán de rostro anguloso y escuálido, ojos saltones y bigotes largos y caídos como un chino, a quien llamaban Llagostera.

La guerra toma proporciones alarmantes, y en Navarra se ven y se tocan las desastrosas consecuencias de la desgraciada acción de Eraul. Joaquín Pez marcha a Biarritz. Isidora tiene que quedarse en Madrid para averiguar el paradero de su hermano, que ha desaparecido del colegio en que estaba. Consternación. Nuevo Gabinete. Asesinato del coronel Llagostera.

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