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Con esto consiguió adquirir en la villa cierta celebridad que acabó de exasperarla. Un solo ejemplo dará la medida de la altura a que había llegado la insensatez de Juana. Menudeaban allí los bailes y las recepciones entonadas, a maravilla; y, naturalmente, nadie se acordaba de invitar a la tabernera. Pues estas desatenciones sacaban de quicio a Juana.

¡Lo mismo digo! gritaron otras muchas voces alrededor de Simón . ¡Fuera ese artículo! ¡Abajo la comisión! ¡Orden! gritaba el presidente dando bastonazos sobre la mesa. ¡Afuera la canalla! vociferaban los señores propietarios, encarándose con la masa tabernera. ¡Abajo los tiranos! gritaban algunos caldistas desde lo último de la sala . ¡Viva el pueblo que trabaja!

Puedes arreglarlo ahora mismo... ¡Anda, hombre, pega, si con eso te desahogas!... Lo que vas á hacer es largarte al momento, ¿entiendes? Como quieras... Yo no hubiera entrado si esa tía asquerosa no me hubiera insultado. Las cuatro mujeres tornaron á enfurecerse y quisieron acometer á la tabernera; pero Velázquez la echó fuera á empellones y cerró la puerta.

Vamos, cállate ya. ¡Qué pesadísimo te pone el vino! Velázquez, que estaba hablando con Frasquito, oyó la disputa de los esposos y dijo: Tiene razón Pepe. Soledad está obligada á dar gusto á la reunión, y aunque le cueste trabajo lo hará... Y añadió alzando la voz: Soledad, hija mía, haz el favor de venir un momento. La tabernera apareció en seguida. Estos señores desean que bailes un poquito.

Soledad guardó silencio. Alzóse de la silla en que estaba y se puso á arreglar las botellas de la estantería. Velázquez se acercó de nuevo á ella suplicante. Lo que te pido no creo que te ha de costar mucho trabajo... Déjame echar á ese hombre de casa, y yo te prometo no molestarte más con celos... Tampoco dijo nada la tabernera. Hubo una larga pausa.

Pero la tabernera cada día se mostraba menos dispuesta á ella. Á cuantas reflexiones la hacían contestaba resueltamente: No se cansen ustedes: yo no vivo ya con ese hombre. Achacábanlo todos á terquedad, porque, en efecto, era apretada de sienes como una aragonesa, casi imposible de convencer cuando se apoderaba de ella una idea.

¡Ay, qué bribona! ¡Chismosas! ¡Pegotona, aceitera! ¡Hambronas! ¡Tramposas, más que tramposas! ¡Aldeana! ¡Tarasca! ¡Golosas! ¡Relambidas! Ta... ta... ta... tab... tabernera! logró decir la tartamuda, después de un esfuerzo desesperado. ¡Tar... tar... tartajosa! la contestó, remedándola, la otra.

El hombre se detuvo delante de la tienda, subió resueltamente los escalones y entró en ella. El rostro del joven viajero se contrajo fuertemente. Miró un instante con fijeza á la puerta iluminada y se alejó á paso largo. Los majos. Los grandes ojos negros de la tabernera brillaron. ¡Cuánto has tardado! exclamó levantándose.

Los dos jóvenes pasaron adentro, y cuando la tabernera abrió un poco la ventana para que entrara alguna luz, pudieron ver acostada en el lecho aquella agraciada figura, en cuyo semblante extenuado y pálido se pintaban los síntomas de una postración y un malestar muy grandes.

Soy un vivo y he visto mucho. El negocio, mío, mientras viva yo: Domingo Rivero, alias Coleta, para servir a ustedes. Y al hablar así, miraba con orgullo el saco que llevaba al hombro, el negocio envidiado, que pensaba defender hasta su muerte, como si este trozo de arpillera hubiera de servirle de mortaja. Después rompió en elogios a la tabernera y su vino. ¡Olé las señoras de mérito!