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Pero Paca era hija de una tabernera, se había criado entre el ruido y la alegría, y por más que la altivez de su temperamento aristocrático la había preservado de los hábitos y las palabras groseras, sus ojos y sus oídos se habían acostumbrado á la algazara de estos sitios. Si por cualquier causa pasaba algunos días sin ir á la reunión, sentía la nostalgia de ella, se ponía de mal humor.

La joven escuchábalas aturdida, embelesada, los ojos húmedos, las mejillas encendidas: gustaba con delicia aquella miel, percibiendo, no obstante, un dejo amargo en el fondo, por el vago presentimiento de las desgracias que la amenazaban. La tabernera les sirvió una fuente enorme de jamón con tomate. Todos la atacaron ardorosamente.

La tabernera cumplió la orden con igual silencio. Manolo apuró el vaso, como lo había hecho antes, y puso una moneda sobre el mostrador. Soledad abrió el cajón, sacó la vuelta y la colocó á su lado. Está bien dijo metiéndola en el bolsillo. Me voy, hija mía, que me esperan. Hizo ademán de levantarse; se inclinó hacia Soledad. Hasta la vista, gitana. ¿No me das la mano?

La tabernera dejó caer la cabeza sobre el mostrador, ocultándola entre sus manos, y así permaneció algún tiempo sacudida por incesantes carcajadas. Poco á poco estas sacudidas fueron siendo menos vivas, hasta que cesaron por completo. Al cabo alzó su rostro enteramente bañado de lágrimas, y dijo sonriendo: ¡Qué tonta soy! ¿verdad, Manolo? ¿Te has puesto mala? preguntó él con ansiedad.

Y se bebió de un golpe la copa que le ofrecía la tabernera. Desde el camino, un grupo de chicuelos que venía siguiéndole mirábalo a distancia, lanzándole insultos. ¡Coleta!... ¡Tío del gabán! ¡Borracho!

Estaba lavando vasos y esto siguió haciendo sin levantar la cabeza ni dignarse responder una palabra. Velázquez aguardó en vano alguna señal de aquiescencia: como no llegaba, trató de provocarla hablando con animación de su proyecto, pintando un cuadro lisonjero de su dicha futura. Pero la tabernera permaneció impasible y grave, como si nada de lo que estaba escuchando fuese con ella.

Se quitaban la boina para sacudirla el agua, dejaban en el suelo el barro de sus zapatones claveteados, y sorbiéndose una taza de café con toques de aguardiente, discutían con la tabernera la comida que había de prepararles para las once, cuando emprendiesen el regreso al pueblo.

Barragán, Escudero y Tristán hablaban en voz baja espiados por la tabernera y el chico que mostraban en su rostro inquietud. Aquella conferencia misteriosa de cuatro señores en su tienda y sobre todo la traza de bandido que uno tenía les intrigaba. Quizá se les pasara por la mente que estaban fraguando un crimen.

En uno de los ratos en que juntos se sentaron sobre el césped a descansar, vieron llegar muy de prisa y demudada a la tabernera, que cuchicheó un instante con Celesto.

Mare bendita, ¿cuándo ha caído este cacho de firmamento? ¡Bendígate Dios, salero, que me has deshecho el alma con ese taconeo chiquito! Pocos transeuntes cruzaban sin verter en su oído algún requiebro. Los grupos se abrían para dejarla paso. La gentil tabernera marchaba sin fijar la atención en tales palabras, sin oirlas siquiera, totalmente abstraída de lo que la rodeaba.