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Actualizado: 17 de mayo de 2025
Por lo que no se guardó ya tanto de él: festejaba á la tabernera con su habitual desembarazo y sostenía con ella, hasta en presencia del guapo, largos apartes en los cuales se embromaban y reían como locos. La desazón de Velázquez era tan grande que para nadie pasó inadvertida. Se hicieron comentarios en voz baja y no faltó quien reconviniese á Antonio por su conducta.
Sonó ésta, sin embargo, y trascurrieron algunos minutos después sin que el guapo pareciese. Pasó media hora, pasó una, y nada. Entonces la gallarda tabernera, abrasada el alma de despecho, subió á su cuarto y se quitó, mejor dicho, se arrancó con mano trémula el vestido de gala.
La tabernera empezó por resistirse; pero vencida al cabo de las instancias de su amiga, y aún más por los vivos deseos de arrojar los celos que la mordían, consintió en ocultarse y asistir á la plática que se preparaba.
Pero, aunque lo dijo en voz más baja, llegó á los oídos de la tabernera, que exclamó: ¡Á ti!... ¿Qué te importa á ti que yo te ponga en un sitio ó en otro? Ya te cuidarías de escapar adonde te viniese bien. Con esa verdad te ayude Dios, querida, que nunca jamás la has dicho mayor repuso Velázquez con tono fanfarrón y displicente. Soledad sintió el resquemor de estas palabras y guardó silencio.
Al cabo de un momento repitió maquinalmente, como si no diese importancia á lo que decía: Has perdido poco. El ganado regular, pero los chicos no sé por qué no duermen esta noche en la cárcel... ¡Qué guasa, hija! ¡qué guasa! La tabernera tampoco despegó los labios. Su rostro estaba sombrío, amenazador. Velázquez se levantó al cabo de la silla y se dirigió hacia ella con sonrisa petulante.
En menos de quince días, con mi buen ingenio y con la diligencia que puso el que había escogido por patrón, supe saltar por el Rey de Francia y no saltar por la mala tabernera; enseñóme a hacer corvetas como caballo napolitano, y a andar a la redonda como mula de atahona, con otras cosas que, si yo no tuviera cuenta en no adelantarme a mostrarlas, pusiera en duda si era algún demonio en figura de perro el que las hacía.
Gracias, Antonio, y de salud te sirva respondió la tabernera, que había oído el brindis. Vive mil años, chiquita, que si tú cierras los ojos se queda Cádiz á oscuras. ¡El equinocio, hija! exclamó María-Manuela sin poder reprimir un movimiento de celos. Soleá, no cierres los ojos para que este borracho pueda llegar á casa. ¿Tienes celos, María? preguntó la tabernera.
Sentada detrás de éste y haciendo calceta se hallaba la tabernera, cuyos ojos grandes, negros, aterciopelados, no se apartaban de la puerta explorando tenazmente las tinieblas de la calle. Era una espléndida andaluza de carnes opulentas, blancas, sonrosadas, de negra y ondeada cabellera y expresión grave y melancólica, como la de las mujeres árabes.
Manolo, sin soltarla, profirió en voz baja con acento apasionado: Déjamela siquiera un minuto. ¡Cinco meses hace ya que no la toco! ¡Un siglo! exclamó la tabernera con sonrisa apenas perceptible, echando al mismo tiempo una mirada recelosa á la puerta. Manolo advirtió esta mirada y, soltando bruscamente la mano, preguntó: ¿Y Velázquez? Tan bueno respondió poniéndose levemente colorada.
Los ojos aterciopelados de la tabernera brillaron con cólera y, dando á sus palabras acento despreciativo, profirió: Te he dicho ya dos veces que no me da la gana. ¿No te has enterado aún? Si lo quieres por escrito, trae pluma y papel y te entregaré en seguida el documento. Velázquez se puso rojo de vergüenza. Quiso responder, pero la palabra expiró en sus labios.
Palabra del Dia
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