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Yo, sin atender a las exhortaciones del clérigo que iba a mi lado, asomaba la cabeza por la ventanilla explorando con los ojos la calle, las puertas y los balcones de las casas. Nada, ni un ser humano parecía. Allá en las afueras de la población, distinguí dos niños que corrían sofocados hacia la puerta de una casa, desde la cual su madre les llamaba a gritos.

Al ver cómo le gustaba la gente cruda, estuve tentando a darle cuenta de mi hazaña; pero me detuve, considerando que podía traslucir el miedo que ahora sentía. Porque demasiado a menudo volvía la cabeza, explorando de un lado y de otro de la calle. Siempre veía aparecer al terrible Juan Ruiz ¡con la horrenda lengua de vaca! También me distraía, a lo mejor, no diciendo cosa con cosa.

Acodado el Gallego en el mostrador escuchaba á los parroquianos más viejos, jinetes del país que habían cabalgado de los Andes al Atlántico y del río Colorado al estrecho de Magallanes como guías de los compradores de «hacienda» ó explorando el desierto para descubrir aguadas y nuevos pastos.

Contraían los ojos para dar mayor potencia a su visualidad; pasábanse de mano a mano los gemelos prismáticos, explorando el límite del Océano, sobre cuyo lomo se abullonaban tenues vapores. «Ya se ve Cabo Verde...» Otros dudaban. No eran las islas: eran simples nubes.

Yo, sin atender a las exhortaciones del clérigo que iba a mi lado, asomaba la cabeza por la ventanilla explorando con los ojos la calle, las puertas y los balcones de las casas. Nada, ni un ser humano parecía. Allá en las afueras de la población, distinguí dos niños que corrían sofocados hacia la puerta de una casa, desde la cual su madre les llamaba a gritos.

Ella fue la primera en avanzar por el pasadizo, explorando sus ángulos y recovecos. Luego silbó suavemente, como un ojeador que indica el sendero, y Fernando abandonó el camarote apresuradamente, seguido en su fuga por los besos que le enviaba Nélida con las puntas de los dedos.

Tres enanos que vagaban sobre su vientre, explorando por última vez los bolsillos de su chaleco, cayeron de cabeza sobre la tupida hierba de la pradera y trotaron á continuación dando chillidos como ratones. Sin dejar de huir se llevaban las manos á diferentes partes de sus cuerpos magullados, mientras una carcajada general del público circulaba por los lindes de la selva.

El capitán Van-Stael había hecho botar al agua una gran chalupa, y se había embarcado en ella en compañía del viejo Van-Horn, de Hans y de Cornelio. Inclinado hacia el mar, se había puesto a observar el agua con gran atención, explorando el fondo de la bahía, que se distinguía perfectamente.

María continuaba con la frente pegada a los cristales, sumida, al parecer, en una de sus largas y frecuentes meditaciones a que ya estaban acostumbrados los de casa, en realidad explorando con ojos ansiosos las sombras que envolvían la plaza de Nieva, sin atender poco ni mucho a la frívola conversación que los amigos de la casa sostenían.

Gelcich, director de la escuela náutica de Lusinpíccolo, estima ahora con más justicia sus excelentes dotes de piloto, dotes que resaltan en el Diario de navegación que nos sirve de prueba; mas los hechos demuestran al mismo tiempo que ni excedía mucho en conocimiento y menos en práctica á los compañeros que con él carteaban, ni había de serle fácil desatinar á pilotos tales como los Pinzones, La Cosa, Pero Niño y tantos más como fueron explorando el Nuevo Mundo á pasar de las precauciones que autoritariamente tomó recogiéndoles las cartas, derroteros, vistas y descripciones que hacían, por quedar único señor del camino, pues llegó el extremo, que él mismo lamentaba, de haberse hecho descubridores hasta los sastres castellanos.