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Al entrar el joven en la arboleda vio venir hacia él las máscaras que le había mostrado la mujer de Coleta. ¡Es Isidro!... ¡Es el sabio! ¡El que escribe en los papeles! El grupo le rodeó: todo él era de mujeres. Se habían retirado al bosquecillo, cansadas de pasear por las calles del barrio, donde tenían que defenderse de los pellizcos de los mozos.

La mula, alta y forzuda, con grandes desolladuras por la falta de limpieza, llevaba el cabezón adornado con cintajos multicolores encontrados en la basura. Parecía una bestia de tribu marchando adornada a una fiesta salvaje. Esa me llevará dijo Coleta . ¡Eh, tío Polo... señor Polo, pare usted! Aquí hay amigos.

Maltrana y su amigo, temiendo que el trapero renunciase a la ida a Madrid si le convidaban otra vez, volvieron al fielato. Coleta les siguió, afirmando que no tenía prisa. Sus parroquianos se levantaban tarde. En las aceras de Punta Brava se habían establecido ya los puestos del mercadillo de los Cuatro Caminos. Los cortantes colgaban de unas vigas negras los cuartos de res desollada.

¿Qué se les ofrece a ustedes? dijo con atiplada vocecilla y entonación cortés . ¿En qué puedo servirles, señores?... Sus ojos se fijaron en Coleta, e hizo un mohín de desprecio. ¡Ah! ¿Eres , borrachín?... Después saludó con la cabeza al jefe del fielato, pues era respetuoso con toda autoridad que pudiera molestarle; y al fijar los ojos en Maltrana, lanzó una exclamación de alegría.

¡Ah, maldito borracho! ¿Pues no le había de conocer?... Era Coleta, que divertía al barrio con sus extravagancias de beodo. Isidro siguió adelante, y al llegar a la casa del Mosco llamó en vano repetidas veces a la cerrada puerta. Una mujer acudió con las manos cruzadas sobre el vientre.

Soy un vivo y he visto mucho. El negocio, mío, mientras viva yo: Domingo Rivero, alias Coleta, para servir a ustedes. Y al hablar así, miraba con orgullo el saco que llevaba al hombro, el negocio envidiado, que pensaba defender hasta su muerte, como si este trozo de arpillera hubiera de servirle de mortaja. Después rompió en elogios a la tabernera y su vino. ¡Olé las señoras de mérito!

Maltrana vio a un hombre salir de la carretera con dirección al ventorro. Es Coleta dijo el jefe del fielato . Domingo, el famoso trapero de las Carolinas. Llevaba a la espalda un saco vacío, pero él caminaba encorvado ya, como si presintiese su peso.

Pasar la pena negra, chico... Anoche me desplumó una sota: cinco mil francos se llevó de un golpe. ¿Pero es posible?... ¿Todavía dura la afición?... Yo creí que te habías cortado la coleta. Hasta que me entierren, chico, hasta que me entierren... Ya te darás una vuelta por el Petit-Club; se juega gordo... Anoche ese guacamayo de Ponoski hizo un copo de dos mil luises.

La extranjera temía siempre ser engañada, como si la desconcertase ver que el héroe legendario resultaba un hombre como los demás. ¿Realmente era togego?... Y le buscaba la coleta, sonriendo satisfecha de su astucia cuando sentía entre las manos el peludo apéndice, que equivalía a un testimonio de identificación. Usté no sabe lo que son esas hembras, maestro.

El resto estaba ennegrecido por la suciedad. Cada arruga era un surco fangoso; el cuero cabelludo mostraba las púas blancas del rapado por entre las escamas de la caspa endurecida. Coleta saludó al del fielato y fijó después sus ojos en Maltrana. ¿No eres Isidro, el nieto de la Mariposa... uno que es señor en Madriz y escribe en los papeles?...