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Aquí está su overo, don Lorenzo, quítele lo desparejo... ¿Es un poco chico, no? ¿Cuándo ha visto licor en jarro de agua?... ¡Lo he visto en botellas! ¡Pero no en pipas! Si vamos a eso. ¡Este es un caballito... mire!... ¡qué usted verá!... ¿Y aquél?

Sucedía esto allá en Cádiz, en una taberna del Campo del Sur, no lejos de Capuchinos, frente al mar Océano. Para entrar en la tienda era menester subir tres escalones. Cerca de la entrada, á mano izquierda, estaba el mostrador: detrás de él la gran estantería repleta de botellas. Á un lado toneles y barriles y terciados sobre éstos varios zaques de vino.

Sin comprender claramente y todavía paralizado de terror, no se movió Manuel... Nuevamente impacientado el hidalgo gascón, le aplicó un leve puntapié en un sitio que por decoro nadie nombra, salvo los gascones, gritando: ¡Anda pronto a traer esas botellas, holgazán del infierno! Ni tres minutos pasaron antes de que Manuel volviera con las botellas y dos copas.

Es indecible el desprecio que en tal instante le inspiraba el recinto de la famosa romería, donde no existe más verde que el de las botellas. Un hombre apareció por la parte exterior del coche, preguntándole: ¿Adónde va usted? A Lada. Bueno, entonces ya me dará usted el billete; no hay prisa... ¡Sr.

El juró, por un calvario de cruces, no sólo amarla eternamente, sino las demás paparruchas que es de práctica jurar en casos tales, y para festejar la aventura añadió que en su cuarto tenía dos botellas del riquísimo moscatel que había venido de regalo para su excelencia el virrey. Y rápido como un cohete descendió y volvió a subir, armado de las susodichas limetas.

Sobre la rica alfombra de terciopelo había algunos escupitajos y puntas de cigarro. En la delicada mesilla del centro una licorera con las botellas casi vacías y las copas fuera de su sitio. El duque echó una mirada torva a esta licorera y alzó suavemente la cortina de la alcoba.

Pasaban cobradores del Banco con el taleguillo al hombro; carricoches con botellas de cerveza y gaseosa; carros fúnebres, en el cual era conducido al cementerio alguno a quien nada importaban ya los duros. En las tiendas entraban compradores que salían con paquetes. Mendigos haraposos importunaban a los señores.

Y hasta cuatro, señor Cornelio, y obtendrá a cambio de ellas buenas botellas de licor o armas. En tanto que los dos europeos charlaban, el hijo del koranos Uri-Utanate había empaquetado las plumas en una hoja y había puesto a asar las dos aves.

Esto pasaba en una pequeña sala interior de la Fontana, donde el amo tenía algunos centenares de botellas vacías, y dos ó tres barriles, vacíos también, con gran sentimiento, de Curro Aldama. Cuando Lázaro concluyó su relato, se sintió el ruido de aplausos y las voces entusiastas que resonaban en el recinto del café. Hablaba con mucha elocuencia Alfonso Núñez.

Los parroquianos de Maxim gentes ricas que podían permitirse este lujo regalaban botellas de champaña á la muchedumbre para solemnizar el suceso. Sin saber cómo, se encontró hablando con un grupo de soldados americanos. Ella adoraba á los americanos.