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El papú corrió por la terraza, y entró en la estancia donde se hallaban el Capitán, Hans y el chino. Avanzó hacia ellos, y con un gesto que no carecía de nobleza les dijo: ¡Sois libres, y huéspedes gratos del jefe Uri-Utanate! Pero ¿quiénes son éstos? le preguntó el jefe, que lo había seguido . ¿No son enemigos nuestros? No, padre.

En él se veían algunas palabras escritas con el zumo de una planta. Leed, señor Cornelio le dijo, intregándole el pedazo de papel. El joven lo estiró, y leyó: "Prisioneros de los salvajes. Nos llevan hacia el Durga. Van-Stael." ¡Han sido sorprendidos y hechos prisioneros exclamó Horn ; ¿pero, por quiénes? ¿Por los papúes o por los arfakis? ¿Los harán esclavos, o se los comerán?... ¡Uri-Utanate!

Sigue a los hombres blancos, y protégelos hasta las islas. Gracias, Uri-Utanate dijo el Capitán . Cuando llegue a mi patria diré que en la Papuasia hay hombres malos; pero que tampoco faltan los de corazón generoso.

¡Qué testarudo! exclamó el Capitán, impaciente. ¡Te he dicho que no somos enemigos tuyos! Todos los hombres de tu raza son enemigos míos. Otros, ; nosotros, no. Es igual; todos sois lo mismo. ¡Pero si yo no he visto a tu hijo! Lo habrán matado los arfakis, tus aliados. ¡Eres un canalla! Soy Uri-Utanate. ¡Un pillo! gritó el Capitán exasperado. ¡Calla, hombre blanco! ¡No tengo miedo a los tuyos!

No; nosotros hacemos la guerra a los europeos porque nos han maltratado. ¿Y los matará? Mi padre no mata a los prisioneros. No somos antropófagos tampoco: los hacemos esclavos. Pues nosotros los libraremos, aunque tengamos que incendiar tu aldea. El papú se sonrió. El hijo de Uri-Utanate ha sido salvado por vosotros, y es vuestro esclavo.

Al siguiente día los náufragos del junco dejaban la aldea de Uri-Utanate, y descendían la corriente del río Durga en una de las mayores y mejor provistas embarcaciones de aquellos naturales. El hijo del jefe y doce de los más hábiles marinos indígenas les acompañaban para defenderlos de los piratas de la costa y guiarlos hasta las islas Arrú.

Soy un papú del Durga, hijo del jefe Uri-Utanate. ¡Del río Durga! exclamó el piloto . ¡Ah, qué suerte! ¿Está muy lejos tu aldea? A dos días de marcha. Y ¿por qué te has alejado de ella? Porque quería matar a Orango-Arfaki, jefe de los montañeses, enemigo de mi padre y de mi tribu. Y ha sido él quien ha estado a punto de matarte a ti. ¿Qué le estás diciendo? preguntó Cornelio. Os lo explicaré.

El papú pareció no haberle oído: había arrancado una flecha clavada en un tronco, y la miraba con atención. ¡Uri-Utanate! repitió el marino. Esta vez el salvaje le oyó, y se le acercó diciéndole: Yo conozco esta flecha. ¿La conoces? exclamó Van-Horn. ; y pertenece a los guerreros de mi tribu. ¿Estás seguro de no equivocarte? No me engaño.

Hombres blancos dijo Uri-Utanate, que ya lo sabía todo . Mi casa, mis guerreros y mis barcos están a vuestra disposición. Me habéis devuelto a mi hijo, a mi heredero, y yo os devuelvo la libertad. Padre dijo el joven guerrero . Estos hombres vienen de lejanos países situados al Oeste, y quieren llegar a las islas Arrú para volver a su patria. Yo los guiaré hasta ellas. ¡Mi hijo es un valiente!

El jefe, antes de separarse de ellos, les había devuelto las armas, y había hecho cargar en la piragua víveres para muchos días. La bajada del río se hizo sin incidentes desagradables, pues todas las tribus acampadas en aquellas orillas eran aliadas de Uri-Utanate.