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Se detuvo en la linde del pasto, estiró al monte, entrecerrando los ojos, la nariz vibrátil y, se sentó tranquilo. Veía la monótona llanura del Chaco, con sus alternativas de campo y monte, monte y campo, sin más color que el crema del pasto y el negro del monte. Este cerraba el horizonte, a doscientros metros, por tres lados de la chacra.

Al recibidor de maderas de míster Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Deseado, un viernes santo... ¿Viernes? , o jueves... El hombre estiró lentamente los dedos de la mano. Un jueves... Y cesó de respirar. El cachorro Old salió por la puerta y atravesó el patio con paso recto y perezoso.

Joaquinito, encarnado de placer, y un poco por el anís del mono que había bebido, creyó del caso coronar el edificio de su gloria cantando algo nuevo. Se puso en pie, estiró una pierna, giró sobre un tacón y cantó, o se cantó, como él decía: Ábreme la puerta, puerta del postigo.... «Era preciso acabar con las preocupaciones del pueblo. ¡La Regenta! ¿Dejaría de ser de carne y hueso?

¡Hijo de mi alma, hijo de mi vida! gritó Torquemada con toda la fuerza de sus pulmones, hecho un salvaje, un demente no vayas, no hagas caso; que esos son unos pillos que te quieren engañar.... Quédate con nosotros....» Dicho esto, cayó redondo al suelo, estiró una pierna, contrajo la otra y un brazo. Bailón, con toda su fuerza no podía sujetarle, pues desarrollaba un vigor muscular inverosímil.

Maxi se estiró en la cama, y cerrando los ojos, cayó al instante en profundo sueño, cual si se hubiera bebido todo el láudano de la farmacia. ii Fortunata no se acostó en la cama, porque hacía mucho calor. Echose medio vestida en el sofá, y a la madrugada, después de haber dormido algunos ratos, sintió que su marido estaba despierto.

Alargó y estiró sus miembros cascados y volvió a hundir en las almohadas su rostro gastado y amarillento, salpicado de ásperos vellos blancos, cual un viejo granito por el musgo de Islandia. Pero la costumbre, esa ama imperiosa que, durante tantos años, fuera indispensable o no, lo había sacado de su cama antes del amanecer, no le permitió descansar ni aun entonces.

Separó un poco la silla de la mesa, se puso sesgada en su asiento, estiró una pierna, enseñó el pie, primorosamente calzado, y en verdad gracioso y pequeño, y como si se enjuagara con el Jerez y no pudiera hablar por esto, por señas empezó a interrogar a su marido, señalándole el pie que enseñaba, y después indicando con un dedo levantado en alto, que movía al compás de la cabeza, algún lugar lejano.

A los pocos instantes, madre e hija, luego que ésta hubo abierto de par en par la puerta que daba al gabinete, aparecieron empujando a duras penas la butaca en que, esforzándose por estirar las piernas, estaba sentado don José. ¿Lo veis, lo veis? decía el viejo mientras tengo dobladas las rodillas, todo va bien; en cuanto las estiro, empieza Cristo a padecer.

¡Qué ajena estará María de que yo estiro ahora sus sábanas! exclamó Ricardo soltando una carcajada. Pues que lo son. A mamá y a ella les gustan muy finas y se las hacen de batista. A papá y a nos gustan más gruesas. Yo no puedo soportar las sábanas finas...; me deslizo dentro de ellas y no encuentro sitio.

En él se veían algunas palabras escritas con el zumo de una planta. Leed, señor Cornelio le dijo, intregándole el pedazo de papel. El joven lo estiró, y leyó: "Prisioneros de los salvajes. Nos llevan hacia el Durga. Van-Stael." ¡Han sido sorprendidos y hechos prisioneros exclamó Horn ; ¿pero, por quiénes? ¿Por los papúes o por los arfakis? ¿Los harán esclavos, o se los comerán?... ¡Uri-Utanate!