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Son hermanos de los hombres blancos que me arrancaron de las manos de los arfakis, cuando iban a matarme. En aquel instante Cornelio y Van-Horn se presentaron en la puerta. ¡Tío! ¡Sobrino! ¡Hans! ¡Van-Horn! Los cuatro náufragos, que llegaron a temer no volver a verse, se abrazaron estrechamente, mientras el chino, arrebatado de alegría, daba saltos por la estancia, como si estuviera loco.

¡Qué testarudo! exclamó el Capitán, impaciente. ¡Te he dicho que no somos enemigos tuyos! Todos los hombres de tu raza son enemigos míos. Otros, ; nosotros, no. Es igual; todos sois lo mismo. ¡Pero si yo no he visto a tu hijo! Lo habrán matado los arfakis, tus aliados. ¡Eres un canalla! Soy Uri-Utanate. ¡Un pillo! gritó el Capitán exasperado. ¡Calla, hombre blanco! ¡No tengo miedo a los tuyos!

Los que están sentados al fuego son Alfuras o Arfakis montañeses del interior. En cuanto al prisionero, me parece un papú de la costa, en traje de guerra. ¿Irán a comérselo? Quizás, porque los arfakis son antropófagos y odian mortalmente a los papúes de la costa. ¿Y vamos a dejar que se coman a ese desgraciado?

No lo creo respondió Van-Horn . Creo más bien que se trata de una venganza. Preparémonos a hacer fuego. Entretanto, los arfakis sujetaban con bejucos a la espalda del desgraciado un haz de hojas secas. El prisionero lanzaba gritos y se revolvía furiosamente.

Debía de estarse combatiendo allí encarnizadamente. No hay duda... es un combate dijo el Capitán . Alguien ha caído sobre los piratas por la espalda: quizás hayan sido los arfakis o los alfuras. ¿Y los vencedores vendrán luego a atacarnos a nosotros? preguntó Cornelio . Las llamas de esa choza puede atraerlos, tío. Tienes razón; alejémonos de aquí cuanto antes, y dejémosles matarse a su gusto.

Disponíanse a seguir este consejo, cuando vieron al papú esconderse de un salto en la yerba. ¿Qué ocurre?... ¿Llegan los arfakis? preguntó Cornelio, mirando en derredor suyo. No veo a nadie contestó el viejo. Pero en seguida se agachó bruscamente, haciendo señas a Cornelio de que le imitara, e indicándole, al mismo tiempo, que dirigiese la vista hacia lo alto de un árbol.

¿Y por qué motivo los de tu tribu han llegado hasta aquí? Mi padre los ha conducido. ¿Para sorprender a nuestros compañeros? No, porque no podía saber que estaban aquí, sino para salvarme de manos de los arfakis. Un compañero mío, que pudo huir cuando me hicieron prisionero, le habrá advertido de mi desgracia. ¿Y si por vengar tu muerte mata a los nuestros?

Algunos de los ribereños de la isla comercian con los europeos, vendiéndoles el trépang, que abunda en aquellas playas, las finas especierías, las maravillosas aves del paraíso, tan estimadas por sus plumas, o la plata y el oro que extraen en gran cantidad de sus montañas; pero en el interior habitan las naciones de los alfuras, los arfakis y otras montaraces y belicosas, que son feroces caníbales, y en las playas abundan los piratas, dedicados principalmente a la trata de esclavos, y a los cuales temen muchísimo los habitantes de las regiones marítimas.

A poco, los arfakis encendieron el haz de hojas secas que le habían atado a la espalda, y con las lanzas y a mazazos lo arrojaron en la hoguera. ¡Ah, canallas! gritó Cornelio . ¡Fuego, Van-Horn! Dos disparos resonaron a un tiempo.

Aunque ya no se oían los gritos de los arfakis, siguieron corriendo durante una hora, internándose cada vez más en la tenebrosa selva. Detuviéronse a descansar en medio de un matorral de plantas trepadoras. ¿Crees que nos seguirán tus enemigos? preguntó Horn al papú. Están amedrentados por las armas de fuego contestó el interpelado. ¿Y qué has hecho? ¿De dónde vienes? ¿Quién eres?