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Uno se pegó un tiro teniendo ante su boca un pañuelo de blondas, lo único que había conseguido de la gentil duquesa. Otro, desesperado, se hizo pastor metodista y fué á evangelizar ciertas islas de Oceanía, donde su primer sermón terminó en hoguera y festín de caníbales.

Desplegada la vela, atravesaron el canal y salieron al mar, poniendo proa al Nornoroeste, para mantenerse alejados de aquellos grupos de islas que se extienden por el estrecho de Torres y que están pobladas de caníbales. El viento que soplaba al Sudeste, favorecía la marcha de la chalupa, la cual se deslizaba por las aguas del golfo con una velocidad media de cinco a seis millas por hora.

Cornelio salió del espacio iluminado por el fuego, se echó a tierra y apuntó. Iba ya a disparar, cuando entre los hornillos estallaron gritos agudos, a los que respondieron otros, cerca de los depósitos de trépang. No eran gritos de guerra o de triunfo, sino alaridos dolorosos. ¡Ah! exclamó Van-Horn . Los vidrios de las botellas destrozan los pies de los caníbales. ¡Fuego contra ellos!

Romualda subió, mientras Tablas y sus amigos conferenciaban gravemente en la puerta. Era un consejo de guerra de caníbales en la expectativa de una gran batalla-merienda. Cuando Romualda bajó con la navaja, López dijo a los amigos: El Gobierno mandará tropas a defenderles. Bueno es estar prevenido. Mira, Rumalda.... Romualda había pasado ya a la otra acera, y desde allí les miraba con espanto.

Los caníbales están todos en la playa y en medio de ellos no veo más que muertos. Es verdad murmuró Van-Stael con amargura . Los han matado a todos y me han inutilizado todo el trépang. ¡Qué pérdida, Van-Horn! Nosotros no tenemos la culpa de que se hayan emborrachado nuestros marineros, señor.

Más allá estaban los vendedores de sandías, voceando tras sus montones de verdes bombas; las mesas de comida barata, donde cenaban chorizos crudos y morcillas secas los soldados y los labradores; y al final, los barracones de espectáculos: El teatro mágico, La mujer gorda, Los perros sabios, con órganos a la puerta que hacían sonar una música extravagante, propia de una fiesta de caníbales.

Para la pequeña expedición, que sumaba en conjunto unos noventa hombres, y no había hecho verdaderos preparativos de guerra, fue una suerte abordar en los archipiélagos paradisíacos del mar de las Antillas, con sus poblaciones mansas, tímidos rebaños humanos en los que cazaban su alimento los caníbales de las otras islas.

El Capitán y Van-Horn habían ya llegado a las primeras rocas y las escalaban, empujando la caldera delante de ellos. ¡Pronto, muchachos! gritó Van-Stael, al ver a sus sobrinos seguidos por los caníbales. No temáis, tío le contestó Cornelio ; tenemos buenas piernas.

«¡Bendito Dios!... Si parecen caníbales... No nos toquéis... La culpa no tenéis vosotros, sino vuestras madres, que tal os consienten... Y si no me engaño, estos dos gandulones son tus hermanos, niña». Los dos aludidos, mostrando al sonreír sus dientes blancos como la leche y sus labios más rojos que cerezas entre el negro que los rodeaba, contestaron que con sus cabezas de salvaje.

Colocado junto a la lantaca, medio oculto el rostro bajo un monumental sombrero de bambú entretejido, que tenía la forma de un hongo, espiaba los movimientos de los caníbales, dispuesto a derramar sobre ellos una lluvia de metralla.