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¡Ah, señor! prosiguió el segundón la postre no os sabrá tan dulce como esperáis, ¡No! ¡No! gritó bruscamente, golpeando con el tacón en el suelo y dando dos alaridos que resonaron de trágica manera, semejantes a la voz de un demente. Una de sus calzas se desató, dejando desnuda su pierna muy blanca y vellosa.

Las familias de los muertos y las almas sensibles prorrumpieron en alaridos de indignación contra la Compañía constructora. «Explotadores sin conciencia, que por hacer un buen negocio y aumentar sus dividendos llevan los hombres como bestias al matadero.» Y tenían razón; su protesta era justa. Decían la verdad.

No qué contesté; presumo que cualquier cosa a escandalizar a la parentela completa si me hubieran oído. Pero apenas había murmurado yo; apenas había murmurado ella con una sonrisa... y se durmió. De vuelta a casa, mi cabeza era un vértigo vivo, con locos impulsos de saltar al aire y lanzar alaridos de felicidad. ¿Quién, de entre nosotros, puede jurar que no hubiera sentido lo mismo?

Marchaban enfermas, desfallecidas de hambre, y cada vez que avistaban una pequeña ciudad prorrumpían en alaridos de gozo: «¡Jerusalén! ¡Es Jerusalén!». Y estaban aún en el centro de Europa: en Alemania o en Hungría. Abajo, en la proa, tiene usted a un heredero de aquellos héroes de la esperanza.

Estorbaban las mujeres: su proximidad era intolerable en las horas de operación. Bastaba un quejido del torero, para que al momento respondiesen desde todos los extremos de la casa, como ecos dolorosos, los alaridos de la madre y la hermana, y hubiera que contener a Carmen, que se debatía como una loca, queriendo ir al lado de su marido.

Así permaneció largo rato, oyendo los alaridos que de vez en cuando lanzaba la mujer del Tuerto en el buhardillón contiguo. Luego notó que le llamaban, y gruñó al conocer la voz; pero, aunque de muy mala gana, alzóse del banquillo y salió al balcón.

Más de una vez se rasgaba el silencio nocturno de la sierra con los alaridos de dolor que arrancaban los bárbaros culatazos dados al azar, en la oscuridad, lejos de toda vivienda, lejos de toda ley, en una soledad salvaje... Pero estos peligros eran los que menos intimidaban a los dos compadres.

Rompía a tocar la banda una «Marcha granadera» del tiempo de Federico el Grande, con estruendosos alaridos de trompetería, y poco a poco la gente iba poblando el paseo. El buque, húmedo, sombreado, limpio, parecía sonreír como un dormilón que se despabila con las frías abluciones matinales.

Concluída la fiesta, el matón guarda cuidadosamente el cráneo como prueba de su valentía, y es tanto más estimado por sus compoblanos, cuantas más cabezas ó cráneos adornan sus casas; suelen también estar en continua guerra unos pueblos con otros; siempre acometen á traición, y con grandes alaridos al echarse encima de la víctima.

Ordenados los escuadrones, les dirigió Taric una plática semejante á esta: «¡Oh muslimes! ¿veis ese poderoso ejército bajo cuyos pies tiembla la tierra, i que hace resonar los aires con el crujido de las armas, con el estruendo de las trompas i atambores, i con los alaridos con que se anima á la pelea? ¿Veis cuan mayor es en número al de nosotros?