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Cuando ya Tremontorio juzgaba excesiva la soledad de su buhardillón, pues la vecindad de Bolina era una necesidad para su alma, aunque él creía otra cosa, antojósele al propietario derribar la casa y construir otra capaz de más lucidos inquilinos; con lo cual, el célibe pescador trasladó sus penates á una bodega de la calle del Arrabal, donde vivía desde entoces, dedicando, como de costumbre, á hacer redes primorosas, todo el tiempo que le dejaba libre la lancha en que tenía una soldada.

Al llegar al fementido buhardillón en que le conocimos, trancó la puerta por dentro, sentóse con dificultad sobre un casi invisible taburete de pino, cargó la pipa, encendióla, chupó; y cuando espesas nubes de humo le envolvían la cabeza, la dejó caer entre sus nervudas, angulosas y curtidas manos, después de afirmar los codos sobre las rodillas.

Así permaneció largo rato, oyendo los alaridos que de vez en cuando lanzaba la mujer del Tuerto en el buhardillón contiguo. Luego notó que le llamaban, y gruñó al conocer la voz; pero, aunque de muy mala gana, alzóse del banquillo y salió al balcón.

La antigua Cárcel de Villa era un mal buhardillón, dividido en celdas, donde los presos no tenían comodidad ni estaban seguros. La prisión no tenía aquel horror majestuoso con que los poetas nos han pintado todos los calabozos.

Miró las paredes del buhardillón, cubiertas en gran parte por multitud de estudios de paisajes, algunos con el cielo para abajo, clavados en la pared ó arrimados á ella. «Bonitas cosas hay todavía por aquí.

¡Vaya, que no hacerse cargo de nuestra situación! dijo la mujer echándose á llorar. Martín muriéndose... el pobrecito... en aquel buhardillón helado.... Ni cama, ni medicinas, ni con qué poner un triste puchero para darle una taza de caldo.... ¡Qué dolor! Don Francisco, tenga cristiandad y no nos abandone.