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En los planos de las entrepuertas estaban pintados los héroes de la Ilíada escocesa: el bardo Ossián y su arpa; Malvina la de los redondos brazos y sueltas crenchas de oro; los guerreros bigotudos, con cascos de aletas y salientes bíceps, que se daban cuchilladas en los broqueles, despertando los ecos de los lagos verdes. Un sillón mullido y profundo abría sus brazos ante una estufa.

Oía los hermosos proyectos que hacían Makaraig y Sandoval y le sonaban á ecos lejanos; las frases del vals le parecían tristes y lúgubres, todo aquel público, fátuo é imbecil, y varias veces tuvo que hacer esfuerzos para contener las lágrimas.

Algunas noches cuando la tempestad alumbraba con cárdenos reflejos las cumbres de la serranía, me complacía yo en admirar los fuegos de la tormenta, los relámpagos que se sucedían sin cesar con el estrépito de mil truenos que, repetidos por los ecos, aumentaban la grandeza de aquel espectáculo celeste, como si a toda carrera cruzaran por el cielo cien trenes de guerra, al estallido de mil y mil cañones.

Como llegan tardía y débilmente al oído los ecos de la tormenta lejana que va aproximándose por instantes, sintió Lázaro ir llegando a su alma vagos presentimientos de dudas y temores, misteriosos anuncios de un porvenir preñado de lágrimas e insomnios.

Por eso los cafés de Barcelona son la imágen de Babel. Centenares de hombres y señoras se amontonan alli, en grupos animadísimos, formando una alegre algazara que apaga casi los ecos del piano.

Algo impalpable y armónico que se reflejaba en las voces de los cantantes y en los ecos de la orquesta lo había visto él, Pedro López, descender del carro de Febo, que decora el techo, y dinfundirse por la atmósfera embriagadora de la espléndida sala...

Cuanta melancolía lleva al alma uno de esos breves crepúsculos en que el astro del día desciende oculto tras los inmensos pliegues de brumas, que forma el insondable manto de los cielos. ¡Qué momentos tan llenos de sentimiento los que se mezclan con los pausados ecos de la oración de la tarde!

La algazara en los plácemes y vivas fué grande, los instrumentos redoblaron sus ecos y las bendiciones llovían sobre doncella tan hermosa, tan coronada y cumplida con cuantas dotes halagan los sentidos y cautivan el alma.

Algunas señoras se llevaban a los ojos una punta del guante, y en el paraíso, un vejete lloriqueaba metiendo la nariz en el embozo de la capa para sofocar sus gemidos. Los vecinos se reían. ¡Vamos hombre, que no era para tanto! La representación seguía su curso en medio de los ecos del entusiasmo. Ahora el heraldo invitaba a los presentes, por si alguno quería defender a Elsa. Bueno, adelante.

Oyolo también el ciego; volviose bruscamente y dijo sonriendo con placer y orgullo: ¿La oye usted? Antes esa voz y me agradó sobremanera. ¿Quién es la que canta?... En vez de contestar, el ciego se detuvo, y dando al viento la voz con toda la fuerza de sus pulmones, gritó: ¡Nela!... ¡Nela! Ecos sonorosos, próximos los unos, lejanos otros, repitieron aquel nombre.