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Actualizado: 6 de septiembre de 2024
Pepe clavó los ojos en aquél hombre, y luego, poniéndose a pocos pasos y a su espalda, le llamó en voz baja, casi con timidez: ¡Tirso! Volviose de pronto el recién llegado, y entonces el muchacho le abrió los brazos, diciendo: Soy Pepe. El abrazo que se dieron fue largo y apretado, sincero tal vez, pero de fijo nadie lo sabrá nunca.
Y volvióse bruscamente hacia el almenar, y poniendo en él las manos, exclamó con ronca voz entre las tinieblas: ¡Ah! ¡infame alcázar, cueva de la tiranía, almacén de pecados, arca de inmundicias, maldígate Dios, maldígate como yo te maldigo! ¡Oh!, sí, maldiga Dios estos alcázares de la soberbia, donde sólo se respira un aire de infamia exclamó el bufón.
Sin duda Ramón estaba en casa aún. Miró el reloj. No eran más que las dos y media. Dirigióse a paso largo hacia la casa de su suegro, en la Rúa Nueva, mas cuando hubo dado unos pasos, advirtió que iba sin sombrero y de frac. Volvióse al Liceo. Al primer criado con quien tropezó en la escalera, le pidió que le bajase el sombrero y el abrigo. Cuando llegó a casa, Ramón estaba enganchando ya.
Parecióle entonces sentir un calorcillo alarmante en lo alto de la cabeza, y miró al techo... ¡Nada tampoco!... Volvióse rápidamente, y un grito de espanto se escapó de sus labios al verse frente a frente de un espejo... En él se reflejaba su estrafalaria figura, cubierta por el largo camisón y coronada por el gorro de dormir, en cuya punta brillaba una rojiza llamita... ¡Cielo divino, allí estaba el incendio!
A los pocos momentos apareció el rostro pálido y suave de Josefina. Paseó sus ojos tristes por la sala, y a una seña de su madrina dirigió sus pasos al gabinete. Al cruzar por detrás del conde, volviose éste a medias y le echó una mirada rápida y ansiosa, que no pasó inadvertida a la sagacidad de sus interlocutores. La niña levantó sus ojos hacia él, brillando con sonrisa feliz.
Al vernos entrar, volviose bruscamente, abandonó su asiento, y pude ver entonces que su rostro estaba cubierto de lágrimas. Meyerbeer se estremeció de alegría, y, sin decirle una palabra, le estrechó la mano con ademán afectuoso, como para darle gracias.
Al decir tales palabras, el conde extendía la mano, sin mirarle, al señorito, que también se había levantado. Después le volvió la espalda y dió unos pasos hacia el gabinete. El señor cura de la Segada desea ver á los señores anunció la voz del criado. Volvióse rápidamente el conde y dió un paso hacia la mesa. El aya llamó apresuradamente á los niños y cuchicheó con ellos un instante.
Volviose Lucía con la rapidez de un muñeco de resorte, y batiendo palmas, gritó como una loca: Muchas gracias, muchas gracias, señor de Artegui. ¡Ay!, ¿pero se queda usted de veras? Estoy fuera de mí de contenta. ¡Qué gusto, Dios mío! Pero... dijo de pronto reflexionando , ¿puede usted quedarse? ¿No le cuesta ningún sacrificio? ¿No le molesta? No respondió Artegui con faz sombría.
Cuando hubo desaparecido, Ricardo fue a unirse a su futura hermana, que no pareció advertir su presencia, enteramente abismada en la contemplación del océano. No obstante, al cabo de un rato volviose de improviso y le dijo: ¿Te atreves a ir conmigo a la peña que se ve allá abajo, a la derecha?
Pero aquello sólo duró un instante: su alma, que parecía despertar é incorporarse, volvióse del otro lado y continuó su sueño. Si Pepe tenía una querida ¿á ella qué? Mejor: su indiferencia encontraba una justificación. Viviría más segura en su castidad: se sentiría más fuerte, pudiendo echar algo en cara á aquel hombre que parecía dominarla con su silencio. Era lo que á ella le faltaba.
Palabra del Dia
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