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La palabra vejete no expresa tampoco, en general, el anciano, sino el viejo ridículo, que bulle frecuentemente en las comedias; barba, el hombre de edad provecta; galán, el caballero joven, y dama, la señora de las clases más principales.

En los bancos que rodeaban el fuego no cabía más gente: mozas que hilaban, otras que mondaban patatas, oyendo las chuscadas y chocarrerías del tío Pepe de Naya, vejete que era un puro costal de malicias, y que, viniendo a moler un saco de trigo al molino de Ulloa, donde pensaba pasar la noche, no encontraba malo refocilarse en los Pazos con el cuenco de caldo de unto y tajadas de cerdo que la hospitalaria Sabel le ofrecía.

Y todo el público, arremolinándose, de pie y con el puño amenazante, señalaba al vejete que, cuando cantaba la tiple, metía la nariz en la capa para llorar, y ahora se erguía intentando en vano hacerse oír. ¡A la cárcel! ¡A la cárcel!

Vuestro humilde criado, señor Francisco dijo el vejete. ¿Sois vos el que me ha tocado? , señor, yo, que buscaba á vuesa merced. He estado en las cocinas, y no hallándole allí, fuí á Santo Domingo el Real por ver si allí le encontraba. ¿Y qué me queréis? Mi señora os llama. ¿Ahora mismo? Ahora mismo.

Su manera de vivir era un misterio para muchos, nadie sabía donde comía ni donde dormía: acaso tuviera un tonel en alguna parte. Camaroncocido no tenía en aquel momento la espresion dura é indiferente de costumbre: algo como una alegre compasion se reflejaba en su mirada. Un hombrecillo, un vejete diminuto le abordó alegremente.

Contestaba con secos monosílabos á las reflexiones de aquel terne, que ahora las echaba de bonachón; y si hablaba, era para repetir siempre las mismas palabras: ¡Pimentó!... ¡Tórnam la escopeta! Y Pimentó sonreía con cierta admiración. Le asombraba la fiereza repentina de este vejete, al que toda la huerta había tenido por un infeliz. ¡Devolverle la escopeta!... ¡En seguida!

Lo que nos pasa con los Estados Unidos, á cuya independencia y formación contribuímos un poco, se parece á la más desventurada aventura de Simbad el Marino, que aupó sobre sus hombros al endiablado vejete para que cogiera los frutos en los hermosos árboles de su fértil isla, y el vejete endiablado no quería luego apearse, y seguía montado en Simbad, insultándole y procurando ahogarle para mostrar su agradecimiento.

El único que, con discursos incoherentes y grandes gritos, mostraba su afición al alcohol era Salguero, que se apodaba a mismo Salguerillo, un vejete malicioso, que habitaba treinta y tantos años la primera casucha del callejón. En invierno fabricaba cestas de mimbres, ayudado por la vieja que vivía con él; en verano salía a las ferias para ejercer su oficio de esquilador.

En seguida bajó los ojos, fingió turbarse, y terminó diciendo: Por Dios, don Quintín, déjeme usted vivir tranquila. Claramente comprendió el vejete que aquella mujer le consideraba como caballero, y además como peligroso. No le faltó más que oírse llamar guapo.

Esa dama es una rival del vejete que lleva en la solapa el Corazón de Jesús. ¡Famoso usurero! Empezó de mozo de café, y debe tener unos dos millones, después de treinta años de honrada industria. Todo lo que posee lo destina al pueblo de La Turbie, que le ha nombrado su bienhechor. Regala imágenes de santos, ha reconstruído la iglesia... Atención: la dama se ablanda. El préstamo va á realizarse.