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Entraron los dos en aquella pieza que servía de salón y despacho á don Carlos, y mientras una criadita preparaba el mate, vió el oficinista por una puerta entreabierta á la hija de Rojas sentada en una butaca de mimbres, con aire pensativo y triste. Llevaba traje femenil, y al abandonar las ropas masculinas parecía haber perdido su audacia alegre de muchacho revoltoso.

Llegó una tarde de invierno en un paquebot de la «Mala Real», pasó cinco días en el Lazareto, desembarcó con dos baúles, la silla de mimbres y cincuenta latas de dulce; tomó su cuarto en esta casa de huéspedes, con ventana a la travesía, y aquí engorda risueña y plácidamente con el seis por ciento de sus inscripciones.

Imaginaos aquella amplia cocina con la gente a punto de acabar sus tareas, antes de marcharse a acostar; el enorme puchero negro, lleno de remolacha y patatas destinadas al ganado, humeando sobre un inmenso fuego de leña que se consumía formando tulipanes de oro y púrpura; los platos, las escudillas y las soperas reluciendo como soles en el vasar; las ristras de ajos y de cebollas bermejas colgadas en hilera de las obscuras vigas del techo, entre los jamones y las lonjas de tocino; Juana, con su papalina azul y su faldilla roja, agitando lo que contenía el puchero con un cucharón de madera; los jaulones de mimbres, en los que cacarean las gallinas con el rubio gallo, que pasa la cabeza entre los barrotes y mira la llama con ojo interrogante y la cresta caída encima de la oreja; el dogo Michel, de cabeza aplastada e hinchados carrillos, husmeando una escudilla olvidada; Dubourg, bajando la obscura escalera que cruje, a la izquierda, inclinado hacia adelante, con un saco sobre el hombro y el brazo arqueado, apoyado en la cadera, mientras que fuera, en medio de la negra noche, el anciano Duchêne, de pie en el carro, levanta la linterna y grita: «Este hace quince, Dubourg; faltan todavía dosTambién se ven, colgados de la pared, una liebre vieja y rubia, traída por el cazador Heinrich para venderla en el mercado, y un hermoso gallo, cuyas plumas tenían visos verdes y rojos, con el ojo empañado y una gota de sangre en la punta del pico.

Herodías aprovechó la coyuntura para vengarse en la forma más cruel que puede idear el rencor femenino; y sugestionando a su hija, pizpireta inconsciente, como toda bailarina, hizo que pidiera al tetrarca, en premio a sus bailes, la cabeza del pobre Bautista, que al punto le fué ofrecida en un azafate o canastillo de mimbres, y no en plato o bandeja, como se presenta en la ópera de Strauss, en medio de una confusa e inarmónica trompetería orquestal.

En el confluente de estos dos rios, hay un gran remolino, por donde no obstante se atreven á pasar los indios nadando á caballo. Sus orillas estan cubiertas de cañas, y de muy grandes mimbres. Hácia el sur del grande, ó segunda Desaguadero no entran sino dos rios de alguna consideracion. Uno se llama Lime-leubu por los indios, y por los españoles el Desaguadero de Nahuel-huapí, ó Nauveli-vapí.

El odorífero cedro se ha apoderado por ahí de una cenefa de terreno que interrumpe el bosque, y el rosal cierra el paso en otras con sus tupidos y espinosos mimbres. Los troncos añosos sirven de terreno a diversas especies de musgos florecientes, y las lianas y moreras festonean, enredan y confunden todas estas diversas generaciones de plantas.

El aire, inflamado por los rayos del sol, nos envolvía como una onda tibia, acariciando nuestras sienes y penetrándonos de una languidez invencible. Los mimbres y álamos esparcían por las orillas sombras flotantes que temblaban y desaparecían a nuestro paso.

Los farolillos venecianos formaban gigantescos pabellones de una claridad difusa. En la entrada de la Alameda apelotonábase el gentío, y por entre la masa de espaldas arqueadas y codos en punta pasaban las floristas con su cesto de mimbres erizado de ramilletes y las chicuelas desgreñadas, con el cántaro en la cadera y el turbio vaso en la mano, pregonando: «¡Al aigua fresqueta

Naranjos blanquecinos de diaspis; duraznos rajados en la horqueta; membrillos con aspecto de mimbres; higueras rastreantes a fuerza de abandono, aquello daba, en su tupida hojarasca que ahogaba los pasos, fuerte sensación de paraíso.

Ven, señora, y si, en lugar de los palacios de cristal que en el profundo mar dejas, como una de sus habitadoras, hallares en nuestros ranchos las paredes de conchas y los tejados de mimbres, o, por mejor decir, las paredes de mimbres y los tejados de conchas, hallarás, por lo menos, los deseos de oro y las voluntades de perlas para servirte.