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Actualizado: 1 de junio de 2025
Sólo le interesaba actualmente la numismática, y no reconocía otra grandeza humana que la de su eminente amigo y maestro. Su ambición era ser el primero de los «simoulinistas», y los que envidiaban su privanza, viéndole acompañar al grande hombre á todas partes, lo habían apodado «el dogo del poeta».
Ateniéndonos á esos relatos de hombres dignos de crédito, me parece que no ha debido rechazarse con irrisión el de Dionisio de Monforte, que atestigua haber visto un enorme pulpo azotar con sus látigos eléctricos, estrujar, asfixiar á un dogo á pesar de los mordíscos con que éste se defendía, de sus esfuerzos, de sus aullidos de dolor.
Quedóse tamañito el señor Pulido ante el perfil de perro dogo de Bismarck que las palabras del diplomático evocaban sobre la mesa, y comprendiendo que se le recordaba con aquel elegante giro que el undécimo mandamiento de la ley de Dios es no estorbar, despidióse esta vez con el dedo índice muy plegadito, medrosico y esperanzado, mas no sin echar antes una ojeada furtiva al proyecto de tratado secreto con Alemania, que la extendida mano del diplomático parecía proteger contra todo amago de curiosidad.
Pero... vamos a ver, mírenme un poco; sin alabarme, tengo talla como para derribar a un dogo de un puñetazo, no como para emprender la fuga ante miserables gozquecillos. ¡Ah, pero!... Señores, esperé tres días para dejar que la cosa madurara un poco; después, mi carruaje de caza fuera de la cochera, mis dos trotones con las pecheras, y en camino a Krakowitz. Linda propiedad, no hay que decir.
Imaginaos aquella amplia cocina con la gente a punto de acabar sus tareas, antes de marcharse a acostar; el enorme puchero negro, lleno de remolacha y patatas destinadas al ganado, humeando sobre un inmenso fuego de leña que se consumía formando tulipanes de oro y púrpura; los platos, las escudillas y las soperas reluciendo como soles en el vasar; las ristras de ajos y de cebollas bermejas colgadas en hilera de las obscuras vigas del techo, entre los jamones y las lonjas de tocino; Juana, con su papalina azul y su faldilla roja, agitando lo que contenía el puchero con un cucharón de madera; los jaulones de mimbres, en los que cacarean las gallinas con el rubio gallo, que pasa la cabeza entre los barrotes y mira la llama con ojo interrogante y la cresta caída encima de la oreja; el dogo Michel, de cabeza aplastada e hinchados carrillos, husmeando una escudilla olvidada; Dubourg, bajando la obscura escalera que cruje, a la izquierda, inclinado hacia adelante, con un saco sobre el hombro y el brazo arqueado, apoyado en la cadera, mientras que fuera, en medio de la negra noche, el anciano Duchêne, de pie en el carro, levanta la linterna y grita: «Este hace quince, Dubourg; faltan todavía dos.» También se ven, colgados de la pared, una liebre vieja y rubia, traída por el cazador Heinrich para venderla en el mercado, y un hermoso gallo, cuyas plumas tenían visos verdes y rojos, con el ojo empañado y una gota de sangre en la punta del pico.
Palabra del Dia
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