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Actualizado: 2 de julio de 2025
Imaginaos aquella amplia cocina con la gente a punto de acabar sus tareas, antes de marcharse a acostar; el enorme puchero negro, lleno de remolacha y patatas destinadas al ganado, humeando sobre un inmenso fuego de leña que se consumía formando tulipanes de oro y púrpura; los platos, las escudillas y las soperas reluciendo como soles en el vasar; las ristras de ajos y de cebollas bermejas colgadas en hilera de las obscuras vigas del techo, entre los jamones y las lonjas de tocino; Juana, con su papalina azul y su faldilla roja, agitando lo que contenía el puchero con un cucharón de madera; los jaulones de mimbres, en los que cacarean las gallinas con el rubio gallo, que pasa la cabeza entre los barrotes y mira la llama con ojo interrogante y la cresta caída encima de la oreja; el dogo Michel, de cabeza aplastada e hinchados carrillos, husmeando una escudilla olvidada; Dubourg, bajando la obscura escalera que cruje, a la izquierda, inclinado hacia adelante, con un saco sobre el hombro y el brazo arqueado, apoyado en la cadera, mientras que fuera, en medio de la negra noche, el anciano Duchêne, de pie en el carro, levanta la linterna y grita: «Este hace quince, Dubourg; faltan todavía dos.» También se ven, colgados de la pared, una liebre vieja y rubia, traída por el cazador Heinrich para venderla en el mercado, y un hermoso gallo, cuyas plumas tenían visos verdes y rojos, con el ojo empañado y una gota de sangre en la punta del pico.
Cada cual pensó en los parientes, en los amigos que no volverían a ver; y todos, los de la cocina y los de las trojes, se precipitaron en tropel hacia la meseta. En el mismo instante, Robin y Dubourg, que estaban de centinela en lo alto de «El Encinar», gritaron: ¿Quién vive? ¡Francia! contestó una voz.
La gente de la finca, Duchêne, Anita, Robin, Dubourg, formando un semicírculo, miraban a Gaspar con aire extático; Luisa llenaba de vez en cuando la copa; la madre Lefèvre, sentada cerca del horno, revolvía la mochila y, al no ver mas que dos camisas viejas muy sucias, con agujeros como puños, unos zapatos torcidos, betún para la cartuchera, un peine con sólo tres púas y una botella vacía, levantó las manos al cielo y se apresuró a abrir el armario de la ropa blanca, murmurando: ¡Señor! ¿Cómo extrañarse de que muera tanta gente de miseria?
¡Bah! respondió la labradora levantándose y saltando del carro ; usted me confunde, Hullin. Voy a calentarme. Catalina entregó las riendas de los caballos a Dubourg, y luego, volviéndose, dijo: La cosa no tiene importancia, Juan Claudio; ¡y qué agradable es ver la hoguera aquí y allá! Pero... ¿y Luisa? ¿Dónde está? Luisa ha pasado la noche cortando y cosiendo vendas con las dos hijas de Pelsly.
Palabra del Dia
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