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Acepté más que de prisa el brazo que el Marqués de Oreve me presentaba, arqueado en forma de guirnalda. Cuando pasé al lado de Máximo, que acababa de llegar, me echó una mirada severa que me intimidó. Pero como tenía conciencia de no haber hecho nada malo, no quise atormentarme. Después de comer, Lautrec se llevó a Máximo a un rincón para concertarse con él y en seguida cogió un cigarro y salió.

En el camino, el fox-terrier oyó, lejano, el ruido de carretería de los pajonales del Yabebirí ardiendo con la sequía; vió a la vera del bosque a las vacas que soportando la nube de tábanos, doblaban los catiguás con el pecho, avanzando montadas sobre el tronco arqueado hasta alcanzar las hojas.

Por lo regular, aparecía el alba un tanto envuelta en crespones grises, y las copas de los grandes árboles susurraban al cruzarlas el airecillo retozón. Pasaba algún obrero, larga la barba, mal lavado y huraño el semblante, renqueando, soñoliento, el espinazo arqueado aún por la curvatura del sueño de plomo a que se entregaran la víspera sus miembros exhaustos.

El caballo, espantado, saltó la valla; una flecha silba a mi lado; después, una piedra me da en el hombro, otra en los riñones, otra hace blanco en el anca del animal, y otra más gruesa, me rasga la oreja. Agarrado desesperadamente a las crines, arqueado, con la sangre goteando de la oreja, galopé en una carrera furiosa, a lo largo de una calle negra.

Un perro barcino, con el lomo arqueado, avanzaba al trote en ciega línea recta. Al verme llegar se detuvo, erizando el lomo. Retrocedí, sin volver el cuerpo, para descolgar la escopeta, pero el animal se fué. Recorrí inútilmente el camino, sin volverlo a hallar. Pasaron dos días. El campo continuaba desolado de lluvia y tristeza, mientras el número de perros rabiosos aumentaba.

Era la yegua. El cuadrúpedo no tenía, en realidad, bonita estampa. Nada notable ofrecía desde su romo hocico hasta sus alzadas ancas, y desde su arqueado espinazo, oculto por las raídas y tiesas machillas de una silla mejicana, hasta sus gruesas, derechas y huesosas piernas, no tenía una sola línea de la gracia y noble aspecto que distingue a su especie.

Nápoles se extendía en herradura por el borde arqueado del mar, expeliendo de su enorme masa blanca, cual si fuesen núcleos de espuma, los caseríos de los suburbios.

A veces, a despecho de tanto dolor, la naturaleza infantil revindicaba sus derechos. Veía al gato acercarse lentamente a ella con el rabo derecho, el espinazo arqueado, solicitando sus caricias con débil ronquido.

En cambio, cantaba con un sentimiento capaz de derretir a las piedras, del cual podía juzgarse por los movimientos infinitos de sus cejas y por la expresión de desconsuelo que tomaba su fisonomía así que se hallaba frente al piano. Nadie vio un rostro tan arqueado, estirado y compungido.