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Era un cariño ciego el que le tenía: lo mismo era verle, que sus bracitos se agitaban de alegría, lanzaban chispas de gozo los ojos, y pedía con toda la fuerza de sus pulmones que trajesen a Michel, o le diesen a ella la muerte. Así que le tenía cerca, le tiraba por los cabellos hasta hacerle llorar, en señal de admiración, o bien llenaba su rostro de baba.

Aunque colocada y movida con suprema elegancia esta Venus, no es una diosa, sino una bellísima mortal. Emilio Michel dice de ella que «no tiene nada común con la divinidad clásica a que nos han acostumbrado las obras de los maestros italianos» . Quien así representaba a los dioses inmortales no había de tratar con mayor consideración a los filósofos que dudaban de ellos.

¡Michel, Michel! dijo saliendo de su estupor doloroso y extendiendo hacia él los bracitos desnudos. Miguel se dirigió a ella mirando a todas partes como un ladrón que teme ser sorprendido. Al instante quedaron los dos confundidos en un estrecho abrazo: del cual abrazo resultó Miguel completamente despeinado, con la cara llena de baba y sin corbata. Julita la blandía en señal de triunfo.

Leonorcica Michel era lo que hoy llamaríamos una limeña de rompe y rasga, lo que en los tiempos del virrey Amat se conocía por una mocita del tecum y de las que se amarran la liga encima de la rodilla.

Hacíanles también compañía doña Leonor Michel y doña Manuela Sánchez, queridas de los dos oficiales, y tres mujeres del pueblo, mancebas de soldados. Era justo que quienes estuvieron a las maduras participasen de las duras. Quien comió la carne que roa el hueso. El proceso, curiosísimo en verdad y que existe en los archivos de la excelentísima Corte Suprema, es largo para extractarlo.

Michel, Michel dijo Julita trayéndole hacia y dándole un furioso puñetazo en la nuca. Y no contenta con esta clara manifestación, prosiguió con énfasis: Tita feya... Michel apo. Miguel enajenado besó apasionadamente los brazos de su hermanita. Después le preguntó: ¿Quieres que te coma?

Al virginiano y al yankee ha sucedido, como tipo representativo, ese dominador de las ayer desiertas Praderas, refiriéndose al cual decía Michel Chevalier, hace medio siglo, que «los últimos serían un día los primeros». El utilitarismo, vacío de todo contenido ideal, la vaguedad cosmopolita y la nivelación de la democracia bastarda, alcanzarán con él su último triunfo.

La prueba de que no sólo los monarcas poseían obras de esta índole, está en que muchas de ellas les eran regaladas, y sus autores debían de ser bien pagados cuando se sabe que Fernando V mandó dar a Michel Flamenco, pintor que fue de la reina nuestra señora que haya santa gloria, la suma de 116.666 maravedises, por todo el tiempo que había servido a la reina desde principios del año 1492 hasta que S. A. finó .

Así que tropezaba con uno perdía nuestra Julia la chabeta, y gritando con la dulzura de un ruiseñor «¡papá, mamo! ¡papá, mamose iba hacia él y le cogía por el rabo. En la misma categoría que los gatos, o acaso un poco más alto, colocaba Julita a su hermano Miguel, a quien llamaba Michel.

Si el volumen hubiese sido de una moderna edición Michel Levy, de cubierta amarilla, yo, que no me hallaba perdido en la floresta de una balada alemana, y podía ver desde mi cuarto blanquear a la luz del gas el correaje de la patrulla, hubiera cerrado el libro, disipando así la nerviosa alucinación.