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Pendientes de perchas y sobre varias sillas, se veían ropas de calle y de escena, resaltando entre éstas una faldilla de seda a listas de colores vivos y tan corta, que habría de dejar las piernas al descubierto. Encima de un baúl había un par de botas altas de raso blanco con cordones de oro.

A pesar de la profanadora faldilla, el aspecto de la imagen era imponente: el cadáver del Dios de la Caridad parecía dominar aquel conjunto ridículo de flores de trapo, candelabros sucios, estampas chillonas, tallas barrocas y pantorrillas de cera. Al examinar el templo, se notaba que todo lo demás estaba vivo o expresaba vida: el único muerto que había en la Iglesia era Cristo.

La multitud abrió paso, y veloces, con ciego impulso, como espoleadas por el terror, pasaron una docena de muchachas despeinadas, greñudas, en chancleta, con la sucia faldilla casi suelta y llevando en sus manos, extendidas instintivamente para abatir obstáculos, un par de medias de algodón, tres limones, unos manojos de perejil, peines de cuerno, los artículos, en fin, que pueden comprarse con pocos céntimos en cualquier encrucijada.

Pon ahora celos tormentosos, ansiedades, odios ardientes, angustias, todo, en fin, como en las ciudades; sólo cambian los trajes; en lugar de frac, chiripá; en vez de vestido de seda y escote, una faldilla de percal y un pañuelo al cuello. Pero, por debajo de unos y otros atavíos, los instintos son los mismos y los corazones arden igual. Por lo demás, mi vida trascurre dulcemente.

Imaginaos aquella amplia cocina con la gente a punto de acabar sus tareas, antes de marcharse a acostar; el enorme puchero negro, lleno de remolacha y patatas destinadas al ganado, humeando sobre un inmenso fuego de leña que se consumía formando tulipanes de oro y púrpura; los platos, las escudillas y las soperas reluciendo como soles en el vasar; las ristras de ajos y de cebollas bermejas colgadas en hilera de las obscuras vigas del techo, entre los jamones y las lonjas de tocino; Juana, con su papalina azul y su faldilla roja, agitando lo que contenía el puchero con un cucharón de madera; los jaulones de mimbres, en los que cacarean las gallinas con el rubio gallo, que pasa la cabeza entre los barrotes y mira la llama con ojo interrogante y la cresta caída encima de la oreja; el dogo Michel, de cabeza aplastada e hinchados carrillos, husmeando una escudilla olvidada; Dubourg, bajando la obscura escalera que cruje, a la izquierda, inclinado hacia adelante, con un saco sobre el hombro y el brazo arqueado, apoyado en la cadera, mientras que fuera, en medio de la negra noche, el anciano Duchêne, de pie en el carro, levanta la linterna y grita: «Este hace quince, Dubourg; faltan todavía dosTambién se ven, colgados de la pared, una liebre vieja y rubia, traída por el cazador Heinrich para venderla en el mercado, y un hermoso gallo, cuyas plumas tenían visos verdes y rojos, con el ojo empañado y una gota de sangre en la punta del pico.