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Actualizado: 9 de mayo de 2025


Pronto se halló en medio de aquella prodigiosa fosforescencia. Brillaban las olas como si se compusieran de partículas de plata y azufre fundido, y salpicaban a los náufragos de aquellos microscópicos moluscos, que seguían reluciendo aun fuera del agua. La chalupa dejaba marcada su ruta por una estela luminosa, que brillaba en las tinieblas de la noche como la cola de un espléndido cometa.

Hacía más imponente el cuadro el contraste de la luz del sol iluminando gran parte de los altísimos peñascos más próximos y reluciendo a lo lejos sobre las veladuras de los Picos, con la tétrica penumbra del fondo de aquel brocal enorme, cuyo lado más bajo me servía a de observatorio.

Da compasión y vergüenza en la República Argentina comparar la colonia alemana o escocesa del Sur de Buenos Aires y la villa que se forma en el interior; en la primera las casitas son pintadas, el frente de la casa siempre aseado, adornado de flores y arbustillos graciosos; el amueblado sencillo, pero completo; la vajilla, de cobre o de estaño, reluciendo siempre; la cama con cortinillas graciosas, y los habitantes, en un movimiento y acción continuos.

Hemos sido compañeros de cuarto en Marmolejo hace unos tres meses, poco más o menos... cuando Gloria estaba allí tomando las aguas, ¿sabusté? Era el mismo hombre cínico y displicente. Sus ojillos negros y aviesos bailaban, sonrientes, de a D. Oscar, reluciendo de malicia. Si fuera posible quedar más desconcertado y confuso de lo que estaba, quedaría, seguramente, con estas palabras.

Imaginaos aquella amplia cocina con la gente a punto de acabar sus tareas, antes de marcharse a acostar; el enorme puchero negro, lleno de remolacha y patatas destinadas al ganado, humeando sobre un inmenso fuego de leña que se consumía formando tulipanes de oro y púrpura; los platos, las escudillas y las soperas reluciendo como soles en el vasar; las ristras de ajos y de cebollas bermejas colgadas en hilera de las obscuras vigas del techo, entre los jamones y las lonjas de tocino; Juana, con su papalina azul y su faldilla roja, agitando lo que contenía el puchero con un cucharón de madera; los jaulones de mimbres, en los que cacarean las gallinas con el rubio gallo, que pasa la cabeza entre los barrotes y mira la llama con ojo interrogante y la cresta caída encima de la oreja; el dogo Michel, de cabeza aplastada e hinchados carrillos, husmeando una escudilla olvidada; Dubourg, bajando la obscura escalera que cruje, a la izquierda, inclinado hacia adelante, con un saco sobre el hombro y el brazo arqueado, apoyado en la cadera, mientras que fuera, en medio de la negra noche, el anciano Duchêne, de pie en el carro, levanta la linterna y grita: «Este hace quince, Dubourg; faltan todavía dosTambién se ven, colgados de la pared, una liebre vieja y rubia, traída por el cazador Heinrich para venderla en el mercado, y un hermoso gallo, cuyas plumas tenían visos verdes y rojos, con el ojo empañado y una gota de sangre en la punta del pico.

Palabra del Dia

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