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El delantero, ordinariamente bromista, alegre y revoltoso, manejaba el badajo de la Wamba con una seriedad de arúspice de buena fe. Cuando posaba para la hora del coro así se decía Bismarck sentía en algo de la dignidad y la responsabilidad de un reloj.

Pero allí no había modo de escapar. O tirarse por una ventana, o esperar el nublado. El caracol estaba interceptado por el canónigo. Bismarck no tuvo más recurso que hacerse un ovillo, esconderse detrás de la Wamba, encaramado en una viga, y aguardar así los acontecimientos. Celedonio no extrañaba aquella visita.

Los dos pilletes se miraron estupefactos. ¿Quién era el osado? ¿Será Chiripa? preguntó Celedonio entre airado y temeroso. No; es un carca, ¿no oyes el manteo? Bismarck tenía razón; el roce de la tela con la piedra producía un rumor silbante, como el de una voz apagada que impusiera silencio.

Ya lo decía el señor Custodio el beneficiao a don Pedro el campanero el otro día: «Ese don Fermín tié más orgullo que don Rodrigo en la horca», y don Pedro se reía; y verás, el otro dijo después, cuando ya había pasao don Fermín: «¡Anda, anda, buen mozo, que bien se te conoce el colorete!». ¿Qué te paece, chico? Se pinta la cara. Bismarck negó lo de la pintura. Era que don Custodio tenía envidia.

Así como Felipe II, Luis XIV, el papa León X y casi todos los grandes soberanos han tenido un ministro favorito y constante, sin el cual tal vez no hubieran desplegado su maravillosa actitud ni hubieran obtenido la hegemonía para su patria, don Andrés Rubio tenía también su ministro que, dentro del pequeño círculo donde funcionaba, era un Bismarck o un Cavour.

El astuto Antonelli había atado para siempre a Bismarck con hilo de araña. Jacobo, sin hacer una sola caricia a la niña, despidióse fríamente, y Monina le miró marchar, chupándose, con altivez de dama ofendida, tres dedos al mismo tiempo.

Bismarck había engañado á toda la diplomacia europea diciendo simplemente la verdad, por lo mismo que nadie esperaba que la verdad saliese de su boca. El espionaje alemán se agitaba como los personajes de una novela policíaca, y la gente no quería creer en sus trabajos, aunque estos trabajos pasasen ante sus ojos, por parecerle demasiado gastados y fuera de moda.

Nuestros ejércitos son los representantes de nuestra cultura, y en unas cuantas semanas librarán al mundo de su decadencia céltica, rejuveneciéndolo. El porvenir inmenso de su raza le hacía expresarse con un entusiasmo lírico. Guillermo I, Bismarck, todos los héroes de las victorias pasadas, le inspiraban veneración, pero hablaba de ellos como de dioses moribundos, cuya hora había pasado.

Y por lo mismo debe de hablar el último; con que cayó usted en un renuncio, señor de Bismarck... Pero no hay que apurarse por ello, que yo expondré la mía con una sinceridad impropia del oficio... Mi política es esta: «Padre nuestro que estás en los cielos... Hágase tu voluntad... Perdónanos nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores... No nos dejes caer en la tentación... Líbranos de mal...».

Para sufrir nuestra mala suerte y para aguantarnos, como nos hemos aguantado, todo dictador está de sobra. Cavour y Bismarck, dado que fuesen dictadores, surgieron para hacer el uno la unidad de Italia y el otro el Imperio germánico. ¿Qué iba a hacer ahora nuestro dictador, si Dios, o más bien el diablo, le suscitase? Como no fuese humillarnos y ponernos en ridículo, no yo lo que haría.