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Quico, repuso en voz cavernosa, si te dan seis pesos por tu trabajo, ¿cuánto darán á los frailes? Tío Quico con su vivacidad natural levantó la cabeza. ¿A los frailes? ¡Porque has de saber, continuó Camaroncocido, que toda esta entrada se la han procurado los conventos!

Pero luego observó que el militar, despues de comunicar con dos ó tres grupos más, se dirigió á un coche y pareció hablar animadamente con una persona en el interior. Camaroncocido dió algunos pasos y sin sorprenderse creyó reconocer al joyero Simoun, mientras sus finos oidos percibían este corto diálogo: ¡La señal es un disparo! , señor.

¿Ves, Quico? decía Camaroncocido; la mitad de la gente viene por haber dicho los frailes que no vengan, es una especie de manifestacion; y la otra mitad, porque se dicen: ¿los frailes lo prohiben? pues debe ser instructivo. Créeme, Quico, tus programas eran buenos, ¡pero mejor es aun el Pastoral y cuenta que no lo ha leido nadie!

Con tal de que lo hagamos bien nos haremos ricos. ¡La señal es un disparo! ¡Aprieta, aprieta! murmuró Camaroncocido sacudiendo los dedos; allá el General, y aquí el P. Salví... ¡Pobre país!... Pero ¿y á qué? Y encogiéndose de hombros y escupiendo al mismo tiempo, dos gestos que en él eran los signos de la mayor indiferencia, prosiguió sus observaciones...

Si Camaroncocido era rojo, él era moreno; aquel siendo de raza española no gastaba un pelo en la cara, él, indio, tenía perilla y bigotes blancos, largos y ralos. Su mirada era viva. Llamábanle Tío Quico y, como su amigo, vivía igualmente de la publicidad: pregonaba las funciones y pegaba los carteles de los teatros.

Clara, á la sazon que doblaban las campanas de la iglesia; á las nueve Camaroncocido le vió otra vez en los alrededores del teatro hablando con uno que parecía estudiante, franquear la puerta y volver á salir y desaparecer en las sombras de los árboles. ¿Y á mi qué? volvió á decir Camaroncocido; ¿qué saco con prevenir al pueblo? Basilio, como decía Makaraig, tampoco había asistido á la funcion.

Lo más notable en aquel hombre no era ni su traje, ni su cara europea sin barba ni bigote, sino el color rojo subido de ella, color que le ha valido el apodo de Camaroncocido bajo el cual se le conocía.

No tengais cuidado; es el General quien lo manda; pero cuidado con decirlo. Si seguís mis instrucciones, ascendereis. , señor. ¡Con que estad dispuestos! La voz calló y segundos despues el coche se puso en movimiento. Camaroncocido, apesar de toda su indiferencia, no pudo menos de murmurar: Algo se trama... ¡atencion á los bolsillos!

¿Policía secreta ó ladrones? se preguntó Camaroncocido é inmediatamente se encogió de hombros; y á ¿qué me importa? El farol de un coche que venía alumbró al pasar un grupo de cuatro ó cinco de estos individuos hablando con uno que parecía militar. ¡Policía secreta! ¡será un nuevo cuerpo! murmuró. E hizo su gesto de indiferencia.

Era quizás el único filipino que podía impunemente ir á pié con chistera y levita así como su amigo era el primer español que se reía del prestigio de la raza. El francés me ha gratificado muy bien, decía sonriendo y enseñando sus pintorescas encías que parecían una calle despues de un incendio; ¡he tenido buena mano en pegar los carteles! Camaroncocido volvió á encogerse de hombros.