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Kassim se levantaba al oir sus sollozos, y la hallaba en la cama, sin querer escucharlo. Hago, sin embargo, cuanto puedo por ti, decía él al fin, tristemente. Los sollozos subían con esto, y el joyero se reinstalaba lentamente en su banco. Estas cosas se repitieron, tanto que Kassim no se levantaba ya a consolarla. ¡Consolarla! ¿de qué?

Y los rizos murmurantes de las hojas nuevas, y las resplandecías apacibles del cielo, y el olor generoso de la tierra, y toda la respiración misteriosa y profunda de la vida, repitieron en un solo acento, penetrante y firme: ¡Espera!... Ya la torre de Luzmela, un poco desalmenada, seria y noble, se recostaba en el azul sin mancha del celaje.

El viejo alazán obtuvo el honor de que se le atribuyera la iniciativa de la aventura, viéndose gratificado con una soga, a efectos de lo que pudiera pasar. Pero a la mañana siguiente, bastante tarde ya a causa de la densa neblina, los caballos repitieron su escapatoria, atravesando otra vez el tabacal salvaje, hollando con mudos pasos el pastizal helado, salvando la tranquera abierta aún.

«Busquemos otro campoMil voces contestaron..... ¿Pensais que derramaron Un llanto femenil? En mísero abandono Sus hogares dejaban, Y tan solo esclamaban: «Libertad ó morirAntes que como infames Doblegar la cabeza, Supieron con firmeza Sus cabezas erguir. Y dejaron la Patria Y á las naves subieron, Y otra vez repitieron: Libertad ó morir.

Las señoras, que habían mostrado deseos de ver á D. Fadrique bailar, repitieron sus instancias, y una de las doncellas tomó una guitarra y se puso á tocar para que D. Fadrique bailase. Baila, Fadrique, dijo D. Diego, no bien empezó la música. Repugnancia invencible al baile, en aquella ocasión se apoderó de su alma.

Eso no es más que una galantería de usted, Suárez dijo una señora. ¡Ya se ve! repitieron varias. Es la pura verdad, y cualquiera que haya vivido allí algún tiempo lo podrá decir. En Madrid no hay términos medios: o las mujeres son totalmente hermosas o totalmente feas. No hay el conjunto de rostros agradables y simpáticos que aquí veo.

Uno de los cosacos, el que los cazadores habían visto dando de beber al caballo, se encontraba a doscientos pasos aproximadamente. Sonó el tiro, que repitieron los ecos profundos de la garganta, y el cosaco, cayendo por encima de la cabeza de su montura, desapareció en el hielo de la laguna. Es imposible describir el estupor que se apoderó del enemigo al oír la detonación.

Desde el día en que presidió el entierro de don Santos Barinaga, don Pompeyo no volvió a tener hora buena, de salud completa. Los escalofríos que le hicieron temblar en el cementerio y se repitieron, cada vez más fuertes, durante la enfermedad que siguió a la gran mojadura, volvían de cuando en cuando.

Duró largo rato la despedida, porque tanto Doña Paca como Frasquito repitieron, en el tránsito desde la salita a la escalera, sus expresiones de gratitud como unas cuarenta veces, con igual número de besos, más bien más que menos, en la mano del sacerdote.

Oyolo también el ciego; volviose bruscamente y dijo sonriendo con placer y orgullo: ¿La oye usted? Antes esa voz y me agradó sobremanera. ¿Quién es la que canta?... En vez de contestar, el ciego se detuvo, y dando al viento la voz con toda la fuerza de sus pulmones, gritó: ¡Nela!... ¡Nela! Ecos sonorosos, próximos los unos, lejanos otros, repitieron aquel nombre.