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Para entretener su impaciencia paseó por la calle que conduce á la basílica, toda de barracones y tiendas con estampas y recuerdos piadosos, que hacen de ella un largo bazar. Aquí y en los jardines inmediatos á la iglesia sólo vió heridos convalecientes que guardaban en sus uniformes las huellas del combate. Los capotes estaban sucios á pesar de los repetidos cepillamientos.

El mísero rebaño de los mineros, albergado en los barracones y cantinas, tenía una fe ciega en su ciencia, le miraba como á un brujo capaz de los mayores prodigios para remendar los desperfectos del andamiaje humano. Pasaban por los caminos de la montaña un sinnúmero de lisiados, que, al conservar la vida después de horribles catástrofes, proclamaban la maestría del cirujano.

Luego, esta seguridad, que colocaba á su hijo al margen de la guerra, era su tormento. Envidió la época en que arrostraba el peligro diariamente, pero con libertad. Los periódicos hablaban de las miserias de los prisioneros, de su hacinamiento en fétidos barracones, del hambre que sufrían. La vida de comodidades de la madre resultó un continuo remordimiento.

Por eso Catalina, al notar el creciente descrédito de sus vampiros, se veía obligada a resolver un dilema insoluble: o contratarse en barracones de tercero y cuarto orden, donde se pagaba poco a las «artistas», y exponerse por consiguiente a las diarias sobas de Raguet, o bien abandonarlo y marcharse con sus animalejos en jira por las provincias y el extranjero... Esto último hacíasele imposible.

Un tufillo grasiento de sopa matinal iba esparciéndose entre los perfumes resinosos de los árboles y el olor de la tierra mojada. Largos barracones de madera y cinc servían á la caballería y la artillería para guardar el ganado y el material. Los soldados limpiaban y herraban al aire libre los caballos, lucios y gordos. La guerra de trincheras mantenía á éstos en plácida obesidad.

En el pueblo el cuartel de Infantería y pabellones de Oficiales, de madera y techo de zinc; á la salida, hacia el interior, se encuentra el fuerte de María Cristina, de mampostería, con buenos alojamientos; un magnífico hospital de madera y zinc y algunos barracones de materiales ligeros para albergue de tropas.

Más allá estaban los vendedores de sandías, voceando tras sus montones de verdes bombas; las mesas de comida barata, donde cenaban chorizos crudos y morcillas secas los soldados y los labradores; y al final, los barracones de espectáculos: El teatro mágico, La mujer gorda, Los perros sabios, con órganos a la puerta que hacían sonar una música extravagante, propia de una fiesta de caníbales.