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Les entiendo perfectamente y adonde van... ¡Es el recurso de todos! enojarse después del beneficio para no tener el trabajo de dar un pucho de gratitud... ¡Ruines!... Mientras lo precisan al amigo no se ofenden por nada... ¡Todos... todos son iguales!... ¡y el día en que le han sacado el jugo... ¡canallas!... se resienten por cualquier pavada... y lo cuerean sin ascos!...

Otra de las cosas más interesantes que algunos llegaban a ver en el mar, según Yurrumendi, era un buque fantasma, tripulado por un capitán holandés. Este perdido, borracho, blasfemador y cínico pirata, anda, con un equipaje de canallas, haciendo fechorías por el mar. Si el maldito holandés se acerca al barco de uno, el vino se agria; el agua se enturbia; le carne se pudre.

De no triunfar los aliados, mi vida será imposible. ¡Cómo se burlarían esos canallas!... Prefiero morir.

Su extrañeza continuó al verse dentro de su vivienda, recorriendo las habitaciones. Volvía á ser alguien. La vista de sus riquezas, el goce de sus comodidades, le devolvieron la noción de su dignidad. Al mismo tiempo fué resucitando en su memoria el recuerdo de todas las humillaciones y ultrajes que había sufrido. ¡Ah, canallas!...

Tomando y dejando con las inquietas manos, este o el otro papel, porque estaban sus nervios en completa anarquía, dijo así: Ya llegará la hora de esos canallas, ya llegará, ¡vive Cristo!

Y repartidos en grupos ocuparon todas las bocacalles que daban á la plaza, disparando contra el cuartel. Un hombre gordo y obscuro de color, oficial de la policía, se mostraba en una de las ventanas con una tranquilidad asombrosa. Extendiendo un brazo, disparaba su revólver contra los rebeldes: ¡Canallas! ¡Hijos de...tal! ¡Perros!

García . ¡La bahía!... . Esos canallas tienen una bahía, y con ella nos han robado a nosotros todo el comercio; pero, ¿para qué necesita tener bahía una capital de provincia? ¡La bahía! Yo espero continuó el Sr. García, dirigiéndose al inglés que usted no ha venido desde tan lejos para tomar la defensa de una taifa de bandidos como esos de Vigo.

¡Cuántos poemas de ternura y de amor tienen por teatro diariamente los calabozos! ¡He visto madres que no sólo abandonan las comodidades que un hijo honorable puede proporcionarles, sino que hasta cubren de vergüenza su nombre por disimular las bajezas de uno de estos canallas que ha rodado al abismo y que les paga sus sacrificios imponiéndoles cada día otros mayores!

Quizás estos caballeros deseen entrar y reposar un momento en nuestra casa, padre mío. Si seguimos aquí puede estallar otro tumulto de un momento á otro. ¡Tienes razón, hija! Entrad, señores. ¡Una luz, Jacobo, pronto! Siete escalones, eso es. Tomad asiento. ¡Corpo di Bacco, qué susto me han dado esos canallas! Pero no es extraño.

Tal era nuestro furor bélico en aquella fácil victoria, que D. Diego, Marijuán y yo, no encontrando a derecha e izquierda francés alguno, hacíamos grande estrago con nuestros sables en los arbustos del camino, diciendo: «Perros, canallas, ya sabréis cómo las gastamos los españoles