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Tráigole por los cabezones. ¿Cómo tal? ¿por los cabezones venís cuando yo os llamo, amigo Juan? Entrad, entrad, amigo mío, la dueña de la casa es una moza demasiado valiente para asustarse, porque vos entréis en su alcoba. Decís bien, y tanto más, cuanto me habéis curado de espanto apoderándoos de mi lecho; ¿qué pensarían de , si las gentes os vieran?

EL CONDE, DON JUAN, MARTÍN; después, JUANA ¡Por Dios, que tiene razón! Cesó la conversación. ¡Porque lo que siento digo! Decir que no visteis dama Como ella, ¿no ha sido error? 1190 ¿Error? Conde, mi señor, Entrad: mi señora os llama. Ella me quiere decir Que no os traiga más conmigo. Si lo tiene por castigo, 1195 No apelo de no venir.

Entrad, dijo con voz en que se traslucía el mal humor; pero apenas fijó los ojos en el importuno que así le interrumpía, desapareció la expresión ceñuda del semblante, reemplazándola bondadosa sonrisa. El que llegaba era un esbelto doncel, de facciones algo delgadas, rubios cabellos, buena presencia y muy joven á juzgar por la expresión aniñada del rostro.

Pero antes dijo á Quevedo: Si habéis matado al tío Manolillo, importa que le quitéis unos papeles que lleva encima y que son muy importantes; pero apresuráos y entrad cuanto antes en la casa á cuya puerta os hemos encontrado, porque en esa casa están de cena la Dorotea y don Juan, y en esa cena hay un plato envenenado. ¡Ah! exclamó Quevedo, y escapó.

Lo primero que vió el alcalde fué delante de un hombre embozado; pero con tal capa y tal pluma y tal cintillo en la gorra, que le entró miedo. ¿Tendremos otro grande de España? dijo. Entrad solo, señor alcalde dijo gravemente el duque de Lerma. El licenciado Sarmiento entró. ¿Sois alcalde de casa y corte, según creo? dijo el duque. ; , señor. ¿Os vendría bien ir de oidor á las Indias?

Ramiro se le fue aficionando por la cínica destreza con que vencía o esquivaba las mayores dificultades, y, al despedir ahora a toda la servidumbre, quiso conservar a Pablillos, que, con el escudero y Casilda, eran los últimos puntales de su decadencia. Oyose rumor de pasos en la galería. Alguien golpeó la puerta con los nudillos. Entrad dijo Ramiro. Y los genoveses se presentaron.

Mientras se hallaba ocupado en estas reflexiones, resonó un golpecito en la puerta del estudio, y el ministro dijo: "Entrad" no sin cierto temor de que pudiera ser un espíritu maligno. ¡Y así fué! Era el anciano Rogerio Chillingworth. El ministro se puso en pie, pálido y mudo, con una mano en las Sagradas Escrituras y la otra sobre el pecho. ¡Bienvenido, Reverendo Señor! dijo el médico.

FELIC. Quiero avisar a mi hermano, Porque tiene este villano Bravo ingenio y natural. , Celio, quédate aquí Para ver si alguno viene. CELIO. Siempre la conciencia tiene Este temor contra ; Demás que tanta crueldad Al cielo pide castigo. Salen el REY, caballeros y SANCHO. REY. Entrad y haced lo que digo. CELIO. ¿Qué gente es ésta? REY. Llamad. SANCHO. Este, señor, es criado De don Tello.

¿Es decir, que quepo? dijo don Francisco de Quevedo. Donde quiera que estemos nosotros, cabéis vos; pero entrad, que llueve. Desde que llegué á Madrid, que fué el mismo día que llegásteis vos dijo Quevedo entrando , no ha cesado ni un punto de llover; hambre tengo de cielo, y hambre de que no me lluevan desdichas; lastimado ando, y espantado y sin sueño aunque no duermo. ¿A dónde vais?

Os la diera mejor para subir. Ya subiremos. Y aún llueve dijo Quevedo. Y hace obscuro; por lo mismo os guío. ¿Y las gentes que os acompañan? Se han ido. Misteriosa aventura. Y más misteriosa la felicidad que más allá de esta puerta me aguarda. Y la condesa abrió con llave el postigo de una cerca. Entrad dijo. Quevedo entró. La condesa sintió que otra persona cerraba el postigo.