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Actualizado: 8 de mayo de 2025


, ahí van.... Y el mismo esposo estiró el cuello... y asomó la cabeza.... Lo vio todo. Dio un salto atrás. ¡Infame! ¡es un infame! ¡me la ha fanatizado! Sintió escalofríos. En aquel instante la charanga del batallón que iba de escolta comenzó a repetir una marcha fúnebre. Al pobre Quintanar se le escaparon dos lágrimas.

Don Saturno estiró las cejas y dio señales de querer besar el suelo; después miró a Obdulia con mirada seria, penetrante, como con una sonda, como diciéndole: Ya lo oyes; soy yo, el primer anticuario de Vetusta, según la opinión del mejor teólogo, quien se declara esclavo tuyo.

Así lo hizo Lorenzo, a puro talón, ocupadas las manos en funciones previsoras, y cuando el tostado comprendió que se le ordenaba salvar el obstáculo, estiró una mano que, mientras doblaba la otra, fue bajando despacio, hasta afirmarla en el fondo de la zanja donde luego puso aquélla, quedando en la violenta posición consiguiente; aproximó en seguida las patas traseras una de las cuales metió en la zanja, que finalmente pasó tras contorsiones que dieron a Lorenzo la sensación de haber transmontado en dos trancos la mismísima cordillera de los Andes.

Parecía dudar entre desafiar el agua o volver a su vivienda. Salió; se perdió el ataúd entre el oleaje de seda y percal obscuro. En el balcón que había sobre la puerta, entre las rejas asomó la cabeza de un perro de lanas negro y sucio: el Magistral lo miró con terror. El faldero estiró el pescuezo, procuró mirar a la calle y se le erizaron las orejas.

Huberto cerró el estuche y lo puso en la bandeja, no sin ahogar un suspiro; hasta murmuró: ¡Quién sabe!... En fin, mejor es que sea así... ¡Ah, María Teresa! ¡eres tan linda, sin embargo! Luego, filosóficamente, bebió su , estiró el brazo, tomó un diario, y se puso a leer. Tal fue la oración fúnebre de lo que Huberto creyó ser, de su parte, un grande y delicado amor.

¡Manjadero! ¡manjadero! masculló el aldeano con mal humor. Otros hay tan manjaderos; pero como tienen dinero no hay quien se lo llame. Y dejó caer de nuevo sus formidables espaldas en el sillón, estiró las patas y cerró los ojos para roncar. Los jugadores levantaron la vista hacia don Pedro con sorpresa e inquietud.

Fortunata sintió que toda la sangre se le subía al rostro, y se puso muy sofocada. Rubín estiró el codo sobre el lecho, apoyándose en él con actitud perezosa, semejante a la que tomaba en la botica cuando leía. «Es preciso que lo sepas pronto. Todo lo que tardes en saberlo, tardas en regenerarte».

Algún tiempo... un par de añitos, por lo menos... Pues en tal caso, si el fraile pasa la noche de rodillas, «saperbleu!», se va a ensuciar su hábito blanco, y cuando vuelva al retrato, dará asco. Doña Inés lanzó una alegre carcajada; doña Brianda estiró su labio con una mueca de desdén y de fastidio...

Siguió Maximiliano descargando su corazón, que otra coyuntura de desahogo como aquella no se le volvería a presentar, y por fin la niña estiró el brazo izquierdo sobre la mesa, y como estaba tan fatigada del ajetreo de aquel día y de los coscorrones, hizo del brazo almohada y reclinó su cabeza en ella.

Resonó de pronto la puerta con dos golpes dados por una mano. El perro, que se había erguido momentos antes como adivinando la presencia de alguien en el porche, estiró el cuello, pero no ladró, moviendo la cola con tranquilidad.

Palabra del Dia

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