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Actualizado: 9 de junio de 2025


Lo mejor sería salir de casa, señorita... Venga conmigo. La joven le siguió al través de los pasillos. Bajaron la escalera de servicio, y salieron por la puerta de la cocina. Pachín quería llevarla a casa del párroco, que la tenía no muy lejos de la posesión. Cuando salieron al jardín, vieron venir corriendo a Gonzalo hacia la casa.

Viendo a Pachín, uno muy antiguo en la casa, con aquel extraño uniforme, Gonzalo se había reído a grandes carcajadas, lo que excitó la bilis de su esposa.

Pachín el Guarro casi parece junto a ella un señorito. Al verla acercarse, dice él: ¿Qué traes, paloma? Na: lana sucia, una jícara, tres latas chicas y dos peras pochas. Guárdalas pa madre. ¿Y papel? Como un par de kilos. ¿Y tabaco? Eso , toma. Y la Mona sacó de la cesta el fondo de una escupidera de cristal rota, con lo menos diez colillas de puro..

Querían entrar en la enfermería para ver a Pachín y tranquilizarse. Acogían con incredulidad las palabras de un camarero español que, obedeciendo la consigna, les juraba por su salud que el enfermo estaba mejor. Chocaban sin éxito contra el marinerote rubio que obstruía la puerta con su rudeza de roca. El médico había prohibido la entrada y era inútil insistir.

Al cesar por un momento las aclamaciones, percibíase el lloro de la gaita gallega, el gorjeo de las cañas árabes y el trágico aullido de la pobre hembra y su cría: «¡Pachín! ¡Lo echaron al agua!... ¡Padre! ¡padre! ¡Qué será de nosotros!...» El entusiasmo popular se comunicó a los pasajeros del castillo central.

Ojeda se imaginaba el pobre cementerio de aldea donde habría podido descansar eternamente el mísero Pachín, bajo lágrimas de escarcha en el invierno, entre flores y revoloteos de insectos al llegar el verano. Aquí no volvería a la tierra madre. La oceánica aventura había trastornado el final de esta existencia.

¡Adiós, Pachín!... Ojeda creyó oír un lamento lejano, una voz imaginaria en este chapoteo de las aguas abiertas por el pesado ataúd y que volvieron a cerrarse sobre su remolino de proyectil: «¡Buenos Aires!... ¿Cuándo llegaremos a Buenos Aires?...». El buque avanzó con más velocidad, recobrando su marcha normal. Maltrana había desaparecido. Ojeda y el cura volvieron a la cubierta de paseo.

Le creían en la enfermería, aceptando los piadosos embustes de don Carmelo. «¡Pachín!», aullaba la viuda. Una preocupación única volvía continuamente como tema obligado de sus lamentaciones. «¡Lo han echado al mar!... ¡No lo veré más!» Y los pequeños la hacían coro, como una cría de perritos abandonados. «¡Padre!... ¡padre!» ¡Qué sería de ellos!...

En una de las noches anteriores, ésta, cuya habitación estaba próxima a la de sus hermanos, había creído sentir ruido por la noche y se había levantado. Miró al través de los cristales hacia la huerta y vió a Pachín, el criado, en compañía de otro hombre a quien no pudo conocer. Sin embargo, concibió una viva sospecha que la aterró.

El carpintero de a bordo estaba haciendo en aquellos momentos el cajón para Pachín Muiños. El mismo don Carmelo acababa de comunicarle la orden. Isidro no escuchó más. Nélida le hacía señas para marcharse. En medio de su entusiasmo por la popular recepción, experimentó la joven un sentimiento de menosprecio y asco hacia aquellas gentes.

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