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Y el pobre Muiños, cuando se ahoga en el entrepuente, sube a la cubierta envuelto en su abrigo para tenderse al sol, y pregunta cuántos días faltan para llegar, cuando aún estamos al principio del viaje... Inútil decirle la verdad. Su ilusión, que se ha concentrado en Buenos Aires, le hace olvidar el tiempo y la distancia. Cree que le engañan cuando le dicen que aún faltan muchos días.

Cerca de ella, unos chicuelos gritaban lagrimeando también; pero de pronto parecían olvidarse de su dolor para mirar, como los demás, a la línea del horizonte, esperando la aparición de un prodigio. Eran la viuda y los hijos de Muiños. Hasta poco antes no habían conocido la noticia de su muerte.

El carpintero de a bordo estaba haciendo en aquellos momentos el cajón para Pachín Muiños. El mismo don Carmelo acababa de comunicarle la orden. Isidro no escuchó más. Nélida le hacía señas para marcharse. En medio de su entusiasmo por la popular recepción, experimentó la joven un sentimiento de menosprecio y asco hacia aquellas gentes.

Y al adivinar en las palabras evasivas de Maltrana que aún quedaban muchos días de viaje, el pobre Muiños volvió a sumirse en la desesperación... ¡Buenos Aires! Deseaba llegar cuanto antes al término del viaje, y repetía el nombre de la ciudad, como si encontrara en él un poder milagroso igual al de las antiguas palabras cabalísticas.

Y repuesto por unos meses de descanso y holgura, a causa de haber vendido su casucho y unas vacas, Muiños entró en el buque con un aspecto engañador de hombre sano. El ambiente del mar y la vida de a bordo habían sido fatales para él: cada día transcurrido marcaba un descenso de su salud.

Creyendo ver en Maltrana el mismo gesto de duda de los empleados del buque, se apresuró a añadir: Yo he sido un roble, don Isidro. Reumatismos nada más, según decía el médico de mi pueblo, por haber dormido al raso en el campo muchas noches. Pero fuera de esto... nada. Lo juro por mi nombre: Pachín Muiños.

Tal vez más tarde lo visitase. Ahora tenía mucho que hacer: no podía dejar sola a esta señorita. Don Carmelo, acordándose de las obligaciones de su empleo, se lamentó de la presencia de Muiños en el buque. Llevaba realizados varios viajes sin que ocurriese una defunción a bordo.

Venía éste de la enfermería de ver a Pachín Muiños, el emigrante que preguntaba a todas horas cuándo llegaba el buque a Buenos Aires. Hombre perdido dijo el de la comisaría . El médico lo ha desahuciado; pero él sigue entre la vida y la muerte, y cuando habla, es para preguntar siempre lo mismo: «¡Buenos Aires!... ¿Cuándo llegamos a Buenos Aires?».