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Los oficiales alentaban a la marinería; ésta cargaba y disparaba las piezas que habían quedado servibles, mientras algunos se ocupaban en custodiar, teniéndoles a raya, a los ingleses, que habían sido desarmados y acorralados en el primer entrepuente. Los oficiales de esta nación, que antes eran nuestros guardianes, se habían convertido en prisioneros. Todo lo comprendí.

Todo aparecía limpio, con la pulcritud ruda y algo torpe que pueden conseguir los hombres cuando viven lejos de las mujeres y entregados á sus propios recursos. Estas galerías tenían algo de claustro de monasterio, de cuadra de presidio, de entrepuente de acorazado. Su piso era medio metro más bajo que el de los espacios descubiertos que unían á unas trincheras con otras.

En vano habían pasado dos meses desde que aconteció la tragedia de la infeliz doña Guiomar, que no parecía sino que cada día que pasaba aumentaba el horror que de mismo Cervantes tenía, y su hastío de la vida; y si un día al combés de la galera podía subir a respirar el aire y a aspirar el olor marino, por otros dos o tres veíase obligado a quedarse en el entrepuente, enfermo y sin poder valerse, abrasado por la calentura.

El servicio de los cañones estaba listo, y advertí también que las municiones pasaban de los pañoles al entrepuente por medio de una cadena humana semejante a la que había sacado la arena del fondo del buque. Los ingleses avanzaban para atacarnos en dos grupos. Uno se dirigía hacia nosotros, y traía en su cabeza, o en el vértice de la cuña, un gran navío con insignia de almirante.

Y sin embargo, vivía en el entrepuente, mezclado con el rebaño inmigrante, sin otras consideraciones que las que le concedían sus compañeros de viaje, cautivados por la dulzura de su carácter y la superioridad de educación. Sus trajes, viejos y raídos, eran de buen corte; se notaban en su persona los vestigios de una situación más próspera.

En el entrepuente se contemplan ansiosos los soldados, sin rechistar... Los enfermos pretenden levantarse... el sargentito ya no se ríe... Entonces se abre la puerta y aparece en el umbral el capellán con su estola, diciendo: ¡De rodillas, hijos míos! Todos obedecen. Con voz atronadora, el sacerdote comienza las preces por los agonizantes.

Montaba, como hemos dicho, Cervantes la galera Marquesa, que era de las de Andrea Doria, con la gente de infantería del capitán Diego de Urbina; y cuando a la vista la una de la otra las dos escuadras, llegó el punto del rompimiento de la batalla, Cervantes, que muy enfermo y con calentura estaba en el entrepuente, subió a la cubierta y pidió le pusiesen en el lugar de más peligro; advirtiole Diego de Urbina que mirase que estaba enfermo, y que de muy poco podía aprovecharse su esfuerzo cuando tan sin fuerzas se hallaba; a lo que respondió Cervantes, y a lo que otros como el capitán le decían: Señores, ¿qué se diría de Miguel de Cervantes?

A la madrugada, se levanta la bruma de mar. Comienzan todos a inquietarse. Toda la tripulación está sobre cubierta. El capitán no abandona la toldilla... En el entrepuente, donde van metidos los soldados, la obscuridad es completa; la atmósfera está calurosa. Algunos están enfermos, tendidos sobre sus petates. El buque cabecea horriblemente; no se puede permanecer de pie.

De repente se oye un crujido... ¿Qué es eso? ¿Qué pasa?... El timón se ha ido dice un marinero calado de agua, el cual cruza corriendo el entrepuente. ¡Buen viaje! grita ese loco de sargento; pero esto ya no hace excitar la risa. Gran barullo sobre el puente. La bruma impide verse. Los marineros van de un lado para el otro horrorizados, a tientas... ¡Ya no hay timón!

Y así era en verdad, que loco estaba en aquellos momentos Cervantes, y apenas si había podido ordenar su relato para Diego de Urbina; y con calentura habíanle bajado al entrepuente, y tan en peligro, que los médicos de la galera habían tenido que acudir a él harto de priesa. En que se habla algo de la jornada de Lepanto y de cómo fue la manquedad de Cervantes.