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Desde las ventanas del seminario, en las horas dulces de asueto, Enrique Thomas oteaba el campo verde, y desde el remoto horizonte, voces aventureras, voces de libertad y rebeldía, fascinaban su alma peregrina de bordelés. Cada camino que se alejaba serpeando, cada buque que salía del puerto, susurraban en sus oídos una canción de adioses.

Su compañero le vio con la cara blanca como si fuese de yeso, los ojos mates y el cuerpo rojo de sangre, sin que pudieran contener ésta los paños de agua con vinagre que le aplicaban, a falta de algo mejor. ¡Adió, Zapaterín! suspiró . ¡Adió, Juaniyo! Y no dijo más. El compañero del muerto emprendió aterrado la vuelta a Sevilla, viendo sus ojos vidriosos, oyendo sus gimientes adioses. Tenía miedo.

Puñaladas a la mujer traidora, ofensas a la madre lavadas con sangre, lamentos contra el juez que envía a presidio a los caballeros de calañés y faja, adioses del reo que ve en la capilla la luz del último amanecer; toda una poesía patibularia y mortal, que encoge el corazón y roba la alegría.

Las sombras larguísimas de los árboles parecían prolongadas despedidas y supremos adioses que le daba la creación á aquel día para nosotros inolvidable.....

Y sus últimas palabras ya no se oyeron, pues se alejó con la cara oculta en el delantal. Isidro hizo subir en un carruaje de alquiler a la llorosa Feli, conmovida por los adioses de la gitana. Recordaba el joven los primeros tiempos de su amor, cuando vagaban por las cercanías de Madrid, ocultándose de las gentes. Desde entonces no habían ido en coche.

Todos la amamos con una dulce piedad, sin violencias y sin delirios, con un deleite que tenía algo de romanticismo, de rara emoción artística. Amamos su belleza agonizante, con la intensidad de tristeza que sentimos en los adioses para siempre. Había en ella un misterioso encanto de ultratumba.

Cruzábanse por todas partes enhorabuenas y adioses, encargos y recomendaciones; y padres, madres, niños y criados, revueltos en confuso tropel, invadían todas las dependencias del colegio, rebosando esa satisfacción purísima del premio justamente alcanzado, del trabajo concluido, de la esperanza cierta de descanso; esa ruidosa alegría que despierta en el escolar de todas las edades la mágica palabra: ¡Vacaciones!

Fue interrumpido en sus reflexiones por un ruido de voces y risas, que se acercaba. La gente volvía, por grupos, del Casino; las despedidas y los adioses resonaban claros en la calma de la noche, mientras la alegre turba se dirigía hacia las villas diseminadas en la costa. Juan oyó, poco después, abrir la puerta de la verja del jardín.

Recordaba perfectamente las pocas veces que de novio se había enfadado con ella y la ninguna razón que le asistía en casi todas. ¡Gertrudis tenía un genio tan apacible y un carácter tan débil! Siempre concluía por hacerla llorar. La veía el día de su matrimonio, vestida con su traje de raso negro (estaba aún de luto por su padre el marqués de Revollar), sobre el cual la blancura de su tez y el oro de sus cabellos resaltaban de un modo deslumbrador. Cierto personaje de Madrid que había asistido a la boda, le dijo llevándole a un rincón de la sala: «Elorza, se casa usted con una de las mujeres más hermosas de España; se lo digo yo, que he visto muchas en mi vidaEl mismo día se habían ido a viajar por los países extranjeros. Recordaba, como si aun la estuviese sintiendo, la impresión embriagadora, inefable, tal vez la más dulce y dichosa de la existencia, que le produjo el hallarse repentinamente a solas con su amada, cuando el cochero dio un latigazo a los caballos y oyeron los adioses de los deudos y amigos que los despedían a la puerta del palacio de Revollar. Todas las peripecias encantadoras de aquel viaje estaban clavadas en la memoria del señor de Elorza. Después, recordaba la extraña sensación de placer y sobresalto que experimentó al tener el primer hijo y la impresión deliciosamente cruel que su mujer le causó teniéndole fuertemente asido, sin querer soltarle, en aquellos momentos de angustia. Pero ¡ay!, al poco tiempo la pobre Gertrudis se puso enferma y nunca más volvió a recobrar una salud perfecta. A pesar de esto jamás se había entibiado su amor.

Los adioses á la vida, á la dicha y al amor se escapaban de sus labios en frases desgarradoras y melodiosas.