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Es necesario que alguien venga, aunque sea de ultratumba, a decirme por qué ha muerto OlgaNuevamente el silencio reinó en la habitación obscura; no se oía más que la respiración de los dos hombres y la fuga precipitada de una rata que había acompañado el relato de Roberto con el ruido monótono de sus dientes.

Tomar, de rodillas, su manó, besar esa mano que había tejido la virginal corona, eso era lo único que podía hacer. ¿Pero le bastaría con eso? ¿No lo ahogarían, en el momento dado, todas las ideas que se agitaban en su mente? ¿Y a la inspiración de amor puro que la había conducido a aquella tumba iba a contestar con la confesión de un amor exigente, de un amor agresivo? ¿No era verdad que ya en ese momento la quería para , toda para , desde que sabía que era suya en la fraternidad de ultratumba? ¿De manera que había sido inútil la fuga? ¿Qué habría debido hacer, entonces?...

Pero continuando con la metáfora de la guillotina política, si este bosquejo de la Aduana, que voy á terminar, pareciere por ventura demasiado autobiográfico para que lo publique en vida una persona que, como su autor, no es de mucho viso, téngase en cuenta que procede de un caballero que lo escribe desde ultratumba. ¡La paz sea con el mundo! ¡Mi bendición para mis amigos! ¡Mi perdón para mis enemigos! ¡Me encuentro en la región del reposo!

Todos la amamos con una dulce piedad, sin violencias y sin delirios, con un deleite que tenía algo de romanticismo, de rara emoción artística. Amamos su belleza agonizante, con la intensidad de tristeza que sentimos en los adioses para siempre. Había en ella un misterioso encanto de ultratumba.

Al punto nada vieron, sino la llama temblorosa de una lamparilla; luego aparecieron, como esfumadas, las figuras principales del cuadro: un franciscano, rezando bajo descomunal y tétrico crucifijo; en un rincón, la Pepa, silenciosa como una esfinge; a la cabecera del lecho, Casilda... Sobre la blancura de las almohadas, destacábase la cara lívida del muerto, con los ojos todavía abiertos, vueltos del lado de la puerta, por donde acababa de aparecer Gregoria; esta mirada de ultratumba, figurósele a la triste arrepentida señal de eterno y enconado reproche, y sacudida por temblor convulsivo, se precipitó en el cuarto y fué a prosternarse delante del padre que había ofendido, derramando sinceras lágrimas.

Don Máximo los rompió con unas cuantas frases bastante mal dichas, pero muy conmovedoras, referentes a la brevedad de la vida, a la miseria de los placeres, a la recompensa que nuestros dolores alcanzarán en un mundo mejor y a otros asuntos de ultratumba. El orador concluyó por verter lágrimas copiosas, embargado por tan fúnebres consideraciones.

Pasando con desdén por junto a los espiritistas, se sentaba en el círculo de los empleados, oyendo más bien que hablando, y permitiéndose hacer tal cual observación con voz de ultratumba, que salía de su garganta como un eco de las frías cavernas de una pirámide egipcia. «Dos meses, nada más que dos meses me faltan, y todo se vuelve promesas, que hoy, que mañana, que veremos, que no hay vacante...».

El señor Saumaize, un cura anciano de cabeza blanca, leyó las antiguas preces de difuntos con esa voz rápida y misteriosa que nos penetra hasta el fondo del alma y por las que parece convocar a las generaciones pasadas para que den cuenta a las presentes de los horrores de ultratumba.

Jamás había meditado acerca de negocios de ultratumba; el infierno se lo figuraba como un horno probable; pero a ella ¿qué? Al infierno iban los grandes pícaros que mataban a su padre o a su madre o a un sacerdote, o que pisaban la hostia o no se querían confesar.... Además, no se sabía nada de seguro.

Ya se comprende que entre las cigarreras marinedinas cuatro mil mujeres al fin y al cabo había muchas que querían enviar a sus hijos difuntos aquella caricia de ultratumba, fundir el hielo de la muerte al calor de la pobre candelilla; por otra parte, aun las que no tenían niños vivos ni difuntos habían comprado romero gustándoles su olor, y propuestas a llevarlo a la misa de la Candelaria, que al fin, como decía la señora Porcona con tono sentencioso, era «un día de los más grandes, hiiiigas... porque fue cuando la Virgen sintió el primer dolorito, por razón de que un cura que le llamaban Simeón le anunció lo que tenía que pasar Cristo en el mundo». La tarde de la Candelaria, Amparo, llevando el romero bendito oculto en el pecho, despedía un aroma balsámico, que pudiera tomarse por suyo propio; tal era la lozanía y vigor de su organismo, cuya robustez, vencedora en la lucha con el medio ambiente, había crecido en razón directa de los mismos peligros y combates.