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Actualizado: 6 de julio de 2025
Tenía pintada en su cara la ansiedad más terrible; su piel era como la cáscara de un limón podrido, sus ojos de espectro, y cuando se acercaba a la mesa de los espiritistas, parecía uno de aquellos seres muertos hace miles de años, que vienen ahora por estos barrios, llamados por el toque de la pata de un velador.
Pasando con desdén por junto a los espiritistas, se sentaba en el círculo de los empleados, oyendo más bien que hablando, y permitiéndose hacer tal cual observación con voz de ultratumba, que salía de su garganta como un eco de las frías cavernas de una pirámide egipcia. «Dos meses, nada más que dos meses me faltan, y todo se vuelve promesas, que hoy, que mañana, que veremos, que no hay vacante...».
Entre col y col, Ruiz pasaba un rato con sus amigos los espiritistas, y les alentaba a organizarse, a establecerse, a alquilar un local, y sobre todo a fundar un órgano en la prensa. Nada adelantarían sin órgano.
En el del Siglo había una gran reunión de espiritistas, a la que concurría por aquella fecha Federico Ruiz. Viole Rubín, y se acercó a la tertulia, teniendo el gusto de discutir con los individuos más entusiastas de aquella secta.
Pero que espejos quiere usted, si Juanito nos dice que la cabeza está dentro de una caja que se coloca sobre una mesa... Yo veo en ello el espiritismo porque los espiritistas siempre se valen de mesas y creo que el P. Salví, como gobernador eclesiástico que es, debía prohibir el espectáculo. El P. Salví estaba silencioso; no decía ni sí ni no.
Palabra del Dia
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