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Desde las ventanas del seminario, en las horas dulces de asueto, Enrique Thomas oteaba el campo verde, y desde el remoto horizonte, voces aventureras, voces de libertad y rebeldía, fascinaban su alma peregrina de bordelés. Cada camino que se alejaba serpeando, cada buque que salía del puerto, susurraban en sus oídos una canción de adioses.

El famoso actor, que entonces llegaba al cénit deslumbrante de su celebridad, sintió hacia el aventurero bordelés un afecto paternal; él mismo le decía cómo debe estudiarse; refrenaba sus intemperancias, corregía la exaltación meridional de sus gestos y la dureza hirviente de su voz.

El capitán bordelés, echando el cuerpo adelante, se apoyaba sobre su pie herido, sin sentir ningún dolor; el otro juraba entre dientes, haciendo vibrar su junco. El médico, por instinto profesional, se inclinó sobre su caja de operaciones puesta en el suelo. ¡Iba á matarlo! Los cuatro estaban convencidos de que iba á matarlo.

Del antiguo seminarista bordelés, del bizarro galán joven del teatro del Gimnasio, ya no quedaba nada: los ojos habían perdido su mocero ardimiento; los labios, pálidos, temblaban en el óvalo pulcramente afeitado del rostro enjuto; el ademán era frío y borroso; el busto se inclinaba hacia la tierra; en el mento, antes desafiador y petulante, ya no quedaba voluntad.