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Actualizado: 25 de mayo de 2025
Cerca de la proa se produjo una columna de humo, de gases en expansión, de vapores amarillentos y fulminantes, subiendo por su centro en forma de abanico un chorro de objetos negros, maderas rotas, pedazos de plancha metálica, cuerdas inflamadas que se disolvían en ceniza. Ulises ya no dudó. Acababan de recibir un torpedazo. Su mirada ansiosa se esparcía sobre las aguas.
La jorobada y un su hermano, también algo cargado de espaldas, entraban con las manos de papel, y dando brazadas por entre las mesas del centro, iban alargando periódicos a todo el que los pedía. Poco después empezaba a clarear la concurrencia; algunos se iban al teatro, y las peñas de estudiantes se disolvían, porque hay muchos que se van a estudiar temprano.
Como montón de hojas secas que el viento arremolina, arrastra y desparrama, los grupos se movían, atropelladamente, se formaban y se disolvían; dominando el fragor del tumulto, alzábase una voz: ¡Oro 325! E inmediatamente un alarido colosal la apagaba, recorriendo todos los ámbitos de la sala estremecida.
Era la calle de los Canónigos, una de las más feas y más aristocráticas de la Encimada. Al obscurecer de aquel día no se podía pasar sin muchos codazos y tropezones por delante de la tienda triste y desnuda de Barinaga. Sus amigos, que habían aumentado prodigiosamente en pocas horas, interceptaban la acera y llegaban hasta el arroyo divididos en grupos que cuchicheaban, se mezclaban, se disolvían.
Palabra del Dia
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