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No vio otra cosa que un insolente alarde de que su mujer era cómplice, e inmediatamente se trasladó al hotel Hermany, sin ningún plan preconcebido, y sólo impulsado por un sentimiento de odio y de enojo que no debía detenerse ante ninguna consideración ni aun ante un escándalo público.

Había ido a instalarse por aquélla noche en el hotel más próximo a la Venerie. Siendo inevitable un duelo, dos oficiales de su regimiento, que habían asistido también a la comida, se pusieron inmediatamente de acuerdo con los señores de Hermany y de la Jardye, que debían ser nuevamente los padrinos del barón.

Mientras tanto, el señor de Lerne se hallaba muy lejos de imaginarse la fiesta que le armaban. Paseose tranquilamente por el bosque, según su costumbre, y a las diez entró en su casa. Encontrose con las tarjetas de la Jardye y Hermany bajo un sobre cerrado, con estas palabras escritas con lápiz: «Venidos por asuntos personales del barón de Maurescamp.

A más, los señores de Maurescamp y de Hermany, con la deferencia de todos los maridos, tenían buen cuidado de llevarles algunos amigos todos los sábados por la noche, por si acaso. Los homenajes de todos aquellos dilettantes eran acogidos sin cortedad ni familiaridad, con la seguridad tranquila y risueña que caracteriza a las mujeres de la sociedad que son honestas, y también a las que no lo son.

Lisonjeada y agradecida por aquel culto bondadoso, retribuíale la señora de Hermany su afecto con menos entusiasmo, pero con más sinceridad. Muy espiritual, instruida, algo artista, era muy capaz de apreciar los méritos de su amiga, y de competir con ella. Pronto estuvo al cabo de todos sus secretos, y Juana creyó conocer los suyos. Sus existencias estaban ligadas íntimamente.

Por fortuna, su madre pasaba aquel día en el campo, amábala, aunque había sufrido mucho por ella; y considerose feliz en que la casualidad le evitase la contrariedad de su presencia. Pero faltábale pasar aquella misma noche por otra prueba tan dolorosa, o tal vez mayor que aquélla. La señora de Hermany daba un gran baile, y hacía mucho que habían convenido entre él y Juana encontrarse en él.

La señora de Hermany, yendo y viniendo por el salón a obscuras, en el desorden de una bacante, detúvose al fin delante de Juana: ¿Creía que era una santa? dijo. contestó sencillamente Juana. La señora de Hermany, encogiéndose de hombros, dio todavía algunos pasos.

El señor de Monthélin manifestó que su duelo con de Lerne le inhibía de aceptar la misión que quería confiársele. En consecuencia, el señor de Maurescamp pensó en otro de sus amigos, el señor de la Jardye, igualmente miembro del Círculo, y a quien Hermany fue a buscar en una sala contigua. El señor de la Jardye gustaba mucho de las ocasiones que le permitían darse importancia.

Entre los que trataba más mal, figuraba un joven llamado Salville, a quien llamaba el bello Salville, y que era, según decía, el más estúpido director del cotillón que jamás hubiese conocido. A la señora de Maurescamp, menos amarga, le parecía bello, y buen muchacho, sobre lo cual, la señora de Hermany le reprochaba, riendo, su gusto de pensionista y lavandera, por los mosquitos.

Abandonose, pues, con todo el ardor de su alma, un poco exaltada, a aquel sentimiento que creyó le sirviese desconsuelo y a la vez de salvaguardia. La señora de Hermany, a quien honraba con su amistad, era entonces, como lo es todavía, una mujer sumamente seductora.