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Los maridos no necesitaban menos de la presencia de Aresti. Le consultaban en los asuntos de familia, y, apenas terminado su trabajo en las minas, le buscaban por las noches, organizando en su honor cenas pantagruélicas.

En su cerebro estalló la palabra grosera con que el vulgo mal hablado nombra a los maridos que toleran su deshonra... y la ira volvió a encenderse en su pecho, sopló con fuerza y barrió el dolor tierno.... «¡Venganza! ¡venganza! se dijo o soy un miserable, un ser digno de desprecio...». Sintió pasos sobre la arena, levantó la cabeza y vio a su lado a Frígilis.

En la dichosa época de que usted habla, los prejuicios eran tales, que los padres no se atrevían a desarrollar en sus hijas una de las más puras pasiones de un gran corazón, el amor a la belleza... Entonces existían muchas mujeres para las cuales la cultura de la inteligencia y la generosidad del alma eran causas incesantes de lucha y de discordia con sus maridos...

Muchos maridos se hubieran enojado conmigo por haber resistido a sus deseos. Hubieran sido capaces de insinuar que habían tenido mala suerte al casarse conmigo. Godfrey, sin embargo, no ha sido capaz de dirigirme una palabra dura.

La incontinencia de las mujeres, así solteras como casadas, se mira con indiferencia; aun los mismos maridos paran poco la consideración en eso, y así se entregan las mujeres al apetito de los hombres, particularmente si son españoles o mandarines, con poca repugnancia y ciega obediencia, tal es la disposición de su ánimo a obedecer a todos los que consideran superiores.

Dentro de su casa disponen la mesa bien servida y aseada, en ella se sientan las mujeres juntamente con sus maridos y se portan con sobriedad, y los curas van a casa de los corregidores a bendecirles la mesa. A la tarde corren sortija en la plaza, dando premios al que la lleva, y a la noche se repiten los bailes y menguas.

¡Oh! ya conozco dijo Priscila con una sonrisa sarcástica esa manera de ser de las mujeres casadas; os incitan a hablar mal de sus maridos y luego se vuelven contra vos y os hacen el elogio de esos señores, como si los tuvieran para vender. Pero papá debe estarnos esperando; volvámonos.

También entran allí señoras decentes a expiar sus pecados, esposas ligeras de cascos que han hecho alguna trastada a sus maridos, y otras que buscan en la soledad la dicha que no tuvieron en el bullicio del mundo. Fortunata seguía dando cabezadas. Había oído hablar de aquella casa, que era el convento de las Micaelas.

Al llegar aquí no pudo reprimir un gesto de disgusto. Don Laureano lo observó, y soltando la carcajada y poniéndole una mano sobre el hombro, exclamó: Pero ¡qué empeño tienen ustedes los maridos en que nadie admire a sus mujeres! ¿Por qué? Yo imagino que debiera ser lo contrario.

Saqueaban las tabernas, violentaban á las mujeres, apaleaban á sus maridos con bastones ofensivos, y preferian la belleza de las muchachas á las bellezas de CiceronSepa el Sr. Alejandro Dumas que los clérigos y los estudiantes de Paris, en el siglo XI, saqueaban las tabernas, violentaban á las mujeres, y apaleaban á sus maridos con bastones ofensivos. Sepa el Sr.